El Corzo de "La Ilusión"
[Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]Todos los años, la Sociedad de Cazadores "la Ilusión" de Cabezasrubias del Puerto, rota entre sus socios los precintos de corzo que le adjudican. Dos en Los Cuartillos y en La Ventilla, y otros dos en El Valle – San Muñoz. Cada cazador dispone de un fin de semana para intentar cobrar un corcete.
Como sierra, me quedo con La Ventilla y su sopié Los Cuartillos, más representativa de los montes de Fuencaliente y Sierra Morena, pero alejada del pueblo; no así el Valle – San Muñoz que está muy cerca del pueblo, justo al otro lado de la sierra donde está el cortijo de los Serrano, amigos míos de toda la vida y que ahí hice, hace ya muchos años, gracias a la caza.
El cortijo de El Valle está separado por unos cientos de metros del sopié de la sierra. Es una apretada mancha de: jaras, lentiscos, madroños, enebros, melojos y vegetación más rastrera en sus cuerdas en donde se recortan contra el cielo sus abruptas risqueras, formando esos callejones que dan paso a la caza de umbría a solana. En estas sierras se encaman y crían cochinos, venados y corzos. Sobre estos últimos, en concreto, sobre uno de ellos, trata la historia de caza que a continuación relato.
Casi siempre solemos recechar en El Valle. Alguna vez lo hice en los cuartillos y en La Ventilla, pero sin éxito. Creo que fue el año siguiente a que muriera papá. Me acuerdo que aquella tarde llegué pronto a los vendales del Collado del Cornicabral, mirando al Valle de Ventillas, sólo para poder acordarme mejor de él; de las veces que repechamos esos laderones que tantísimo nos gustaban; de los venados y cochinos que, en auténticos lances monteros, le hemos quitado a esa sierra durante los años.
Recechar en El Valle no es solo cazar; es disfrutar de la amistad y hospitalidad de Olga y José Carlos, bregar con los becerros, dar una vuelta a los corderos, ver cómo andan los cochinos y lo más bonito: estar a pié de sierra. La ves; sabes dónde cruza tu corzo; dónde lo viste por última vez; donde lo fallaste el año pasado; donde te vas a colocar a esperarlo… El tiempo que haga falta.
Al llegar, miro a la sierra de reojo, como con ganas de ir en el momento. Está preciosa, desafiante, dura e impenetrable. No lo pone fácil.
[Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]Hace ya tres veranos andaba yo por ese cortadero que todos los años se limpia y donde brotan los pastos, que los venados y corzos buscan. Descubrí entonces que un macho de corzo debía andar por ahí, vistos los rastros dejados por su cuerna en los vástagos de los enebros y madroños. Ese año solo pude ver a parte de su harén y cría del año pasado; pero no a él. Por el territorio que ocupaba, seguramente se trataba de un buen macho, o eso quería yo pensar. Hubo que esperar un año más para volver a intentarlo. Fue la última semana de julio, ya con el celo empezado. Estaba seguro de que mi corzo patrullaría su territorio en defensa de su harén y ahí tendría yo que apañármelas para poder ganarle la partida. En su cortadero, que nace de una tira de sopié, con grades encinas y algunos chaparretes, para luego enfilar hacia la cuerda en una pronunciada pendiente. Un enebro situado a cien metros del sopié invitaba como apostadero y acortaba los puntos de tiro, que intuía yo en lo alto de la sierra. Estaba mentalizado de tirar lejos, pero tanta pendiente lo hacía muy difícil por lo forzado de la postura.
Siempre, o casi siempre, suelo llevar los "chiflos". Algún corzo he cobrado con ellos y la verdad es que es muy emocionante ver como entran al reclamo las pocas veces que lo hacen.
Esa tarde, después de tocar el Buttolo, asomó la corza, solo la corza. Miraba al monte todo el rato y detrás asomaron sus dos corcinos. El macho no salió, pero para mí es como si hubiese salido. Tenía una fe ciega y "sabía" que estaba ahí, que ya saldría.
La mañana siguiente volví a ver a la corza, algunas ciervas y un guarrete que venía rezagado de las pilas de las vacas. Nada me desanimó; ¡sabía que esa tarde volvería a intentarlo! También pensé que sería más fácil entrar de arriba a abajo y no obligarme a tener que tirar lejos y en postura forzada. No sabía cómo entrar por el otro lado y por no molestar a José Carlos, decidí no ser pesado y seguir intentándolo desde el enebro. La tarde del sábado insistí de nuevo y ahí me planté, mimetizado con él. Medí con el telémetro las distancias a los posibles puntos por dónde yo creía que podría aparecer el dueño de ese territorio. A eso de las 21.30 hrs el sol empezó a ponerse y la mayor parte del cortadero fue tomada por las sombras.
Sin saber porqué, hice sonar el reclamo con el quejido de la corza cuando es acosada por el macho. A los pocos minutos a unos doscientos metros, veo la corza que sale a lo limpio con sus dos corcinos. Miraba hacia abajo, donde yo estaba. Parecía tranquila. Cruzó de un lado al otro de la monda, picoteando en éste y aquel brote. Los corcinos la imitaban. Mientras maldecía mi suerte, me preguntaba dónde estaría el macho que no asomaba. De repente, salió al cortadero un corzaco – su estampa era imponente – iba detrás de la hembra, advirtiéndola, para que no se alejara mucho de su territorio. Por los prismáticos pude distinguir sus larguísimas luchaderas. La longitud de la cuerna era más que aceptable y sobre todo, el porte del bicho era realmente imponente. ¡Era lo que yo, sin saberlo, esperaba! Intuía que no me iba a dar mucho tiempo y tendría que disparar "ya"; Me tumbé, incomodísimo, en el suelo, monté el pelo y ...pummmmmm......
Alto, joder, ¡¡¡alto!!! Le dejé el tiro unos centímetros alto, tampoco era tan difícil. Pero aunque llevase ya bastantes corzos patas arriba… ¡Me puse tan nervioso! ¿Cómo es posible? Pues eso, que lo fallé; subí al tiro sabiendo que lo había fallado, me había ganado. Una vez en su trocha, me sentí derrotado, cansado por el repecho, pero me dije: ¡hasta el año que viene!
Una vez en el cortijo, relaté lo ocurrido a José Carlos que no se lo podía creer. ¡Todos habían oído el tiro del 243 y daban al corzo por muerto! Ese verano, lo volvieron a ver muy de cerca. José Carlos me dijo que era tal y como se lo había descrito; precioso, con una cuerna muy definida. ¡Un corzaco! Me consta que lo volvieron a esperar pero nunca más apareció.
Ya en febrero, en la montería que celebramos correspondiente a esa mancha, los perros lo echaron entrándole a José Manuel quién lo pudo ver perfectamente ya hecho y le pareció muy bueno.
El tiempo pasa y un día de marzo me llamó José Carlos diciéndome que ya teníamos fechas para el corzo esta temporada; nos correspondían el 18,19 y 20 de junio. Las fechas no me gustaron. Pensé que este año hay muchísima comida en el monte e iba a ser dificilísimo. Pero, ¿quién dijo miedo? ¿no queremos ir de caza? Pues eso: de caza, de la difícil, de la escasa, de la buena, con amigos.
Ese fin de semana coincidimos José Carlos, su primo José Manuel y yo. Llegué el viernes, cansadísimo de toda la semana en Madrid. Por el hecho de llegar al pueblo, ver a José y a Olga, tomar una cervecita y planear la estrategia ya vale la pena el viaje. ¡Ya estaba de caza y había dejado todos los problemas atrás! Íbamos bien de tiempo y le pedí a José Carlos que me enseñara la entrada a la sierra por la parte del pueblo, por arriba, por dónde hubiese querido entrar el año pasado.
Aparcamos en un olivar dónde levantamos un venadete y emprendimos camino a la cuerda; cosa nada fácil dada la altura del pasto ya seco que se nos enredaba en los pies y tapizaba las pedrizas haciéndonos resbalar. Una vez en la cuerda, la vista era preciosa; solamente afeada por las chimeneas humeantes de la refinería de Puertollano. Traspusimos a una cornisa desde donde dominábamos el cortadero que hace casi un año atrás fue testigo de mi fallo. Di gracias por haberlo fallado ya que me había dado la oportunidad de volver ahí, de volver a intentarlo, de volver a cazar. Estudiamos de nuevo el escenario: tanto la posición de tiro como la distancia a las trochas de la caza. Estaban mucho mejor que desde el enebro, que ahí seguía. Me impactó el escenario; el estar ahí de nuevo y pensar en lo rápido que había pasado el tiempo; lo que habían crecido los niños; y, si mi corzo andaría por ahí, sano y salvo. Noventa y ocho a la primera trocha, ciento cuarenta a la segunda, doscientos ochenta y dos al enebro.....eso es lo que medí. Me gustaban más las cercanas, no sé porqué. En esas estábamos José Carlos y yo cuando una cierva asomó cerca del enebro. Miraba al monte y como asustada, se metió en lo espeso de nuevo. Al minuto, por el mismo sitio, un guarrete cruzó al trote por los pasos de la pepa; esa debió ser la causa del susto.
Empezó a anochecer y decidimos irnos, todavía con un poco de luz, para al volver mirar los claros que hay a los pies de las risqueras. Esta noche la pasamos en Cabezasrubias: Cenamos, charlamos y nos fuimos a la cama. Acordamos que José Manuel se pondría abajo, en el sopié; José Carlos en una traviesa cercana al cortadero grande y yo entraría por arriba.
A las seis menos diez estábamos en pié y a las seis y media empezaba a subir a la cuerda. Coroné los vendales y oteé detenidamente los claros de la cuerda. Con cuidadito, avancé hasta encontrar el final del cortadero por donde tendría que bajar unos metros hasta la cornisa que iba a ser mi apostadero. Disfruté de la salida del sol y como la luz estrenaba el día, me volví a acordar de papá, de cómo le hubiese gustado estar ahí y a mí con él.
Barajé las posibilidades de tiro. ¡Esto es otra cosa!, pensé prometiéndomelas muy felices. ¡Hala, a disfrutar! Torcaces, arrendajos, rabilargos, zorzales y mirlos empezaron a trajinar. Más tarde vencejos y golondrinas distraían la espera. La cierva que vi ayer por la tarde cruzó por el mismo sitio. José Manuel llegó al sopié a quinientos metros de mí, justo en la otra punta del cortafuegos, y se sentó a esperar, tapado por la sombra de una encina. Saqué el kit de chiflos y con poca fe saqué el del corcino que llama a su madre, pité y nada. La mañana pasaba y yo seguía disfrutando del campo. Me daba igual el corzo, el rifle, ¡estaba encantado! Eran ya las nueve menos cuarto de la mañana y decidí pitar otra vez; piiiiiiiiu,piiiiiiiiiiiiiu, piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiu. De nuevo, sin mucha fe. Dejé el chiflo en una piedra y tomé el rifle, porque nunca se sabe.... A los treinta segundos me pareció oír una carrera, en mi dirección. Confundido pensé: ¿será un zorro?, ¿la corza? o ¿quizás?...
A cincuenta metros y por la izquierda, apreció el corzo a la carrera, como una exhalación. Lo juzgué en décimas de segundo; se paró, justo antes de perderse en el monte de nuevo. El mismo impulso que me hizo pensar “es él” lo metió en el visor y apreté el gatillo del pequeño 243. ¡Mi corzo, el que cacé en más de mil días, yacía inerte en la alfombra de tomillos, lentiscos y brotes de jara de su sierra! Ya se había acabado.
Saqué el casquillo y lo guardé en el zurrón. Mi mano temblaba por la intensidad del lance y sobre todo, por lo que significaba ese corzo para mí. El primero de esas sierras, el que me había hecho mirar mil veces a ellas y pensar: "un día voy a ir de nuevo, a buscar el corzo que escondéis y con todo el respeto os lo voy a quitar".
Salí del corto "trance", acomodé el rifle contra el zurrón y me acerqué al corzo despacito, mirando a José Manuel que desde abajo no sabía todavía si me había hecho con él aún porque no lo había visto caer. Era precioso; lo acaricié, tenía unas rosetas enormes, desparramadas, perladísimas; lucía unas luchaderas larguísimas pero habían perdido algo de longitud. Daba igual: ¡lo perdido en trofeo lo había ganado en galones, en experiencia! Además quizás esa pérdida de longitud se debiera a las perdigonadas que cualquier ignorante, cobarde y desaprensivo le propinó no hace mucho en sus cuartos traseros, pudiéndole interrumpir con cualquier infección el desarrollo normal de su preciosa cuerna. En cualquier caso era nuestro corzo, nuestro fantasma del Valle; el que nos había quitado muchas mañanas y tardes a los tres amigos. ¡Lo habíamos cazado!
[Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]José Manuel, sin yo decirle nada, subió a ayudarme a bajar el corzo. Me dio la enhorabuena y me recordó cómo le entró a él ese día de montería, estaba seguro de que era el mismo. Cuándo tocaba su cuerna, me miró y me dijo: “uno de los de aquí, vale más que tres de los de Guadalajara”. ¡Y es cierto!
Aunque lo hayamos cazado, estamos seguros de que nuestro corzo ha dejado su sangre en toda esa parte de la sierra y sus descendientes harán de nuevo las delicias de todos nosotros.
A mis amigos
José Carlos S y José Manuel P.
Un abrazo.