La última recogida del año
Hace un frío que te hiela hasta el aliento, cuando bajo de casa el coche está envuelto en hielo, la helada ha sido de época, deposito en el maletero las armas y los mil y un abrigos y me monto en el vehículo, enciendo los ventiladores de la calefacción, cuando más o menos consigo vislumbrar el exterior me dirijo a recoger a Eduardo, hoy haremos la última recogida de la temporada, el día treinta y uno de este mes nos cierran incomprensiblemente la temporada de aguardos, que no volveremos a reanudar hasta Mayo, bendita Administración.
Eduardo ya me anda esperando en la calle, le comento el frío que hace y él dice que no lo tiene, este compañero mío es duro como el pedernal, salimos de Cáceres y enfilamos la autovía, a esta hora apenas hay coches, la oscuridad reina en el entorno, en poca más de veinte minutos cogemos la carretera secundaria que nos conducirá a la finca, antaño en esta misma vía era raro no ver unos pocos de cientos de conejos, hogaño han desaparecido en casi su totalidad, la hemorrágica vírica por estos lares ha tornado el campo en un desierto.
Pronto dejamos la carretera secundaria y nos internamos en una pista de tierra, la claridad del día poco a poco se vislumbra por el horizonte, alguna avefrías se levanta a la luz del coche, ¡qué recuerdos me traen estas aves! Y ¡que buen arroz hacen! Pronto llegamos a la cancilla de la finca, un camino serpenteante y no en muy buenas condiciones nos dejará muy cerca de las gateras que esta mañana hemos decidido hacerle vigilia, Eduardo va más contento de lo normal, trae por primera vez su recién estrenado exprés a una recogida y se encuentra ardoroso de probarlo, le comento que no se ande con remilgos, cochino de más de cincuenta kilos y por supuesto sin rastra de crías, que lo tire, el tiempo es bueno para hacer unos chorizos y la carne no se ha de desaprovechar.
El contraste de temperatura al bajar del coche es brutal, menos dos grados tenemos en el exterior, nos apresuramos, el día se presenta ya marcando fuerte el horizonte.
Dejo a Eduardo en su puesto, una bonita y sobada gatera y yo me encamino pared arriba para buscar aposento para mí, la hierba cruje bajo el peso de mis botas, menos mal que el aire que corre el suave, como a unos doscientos metros del compañero abro el catrecillo y me siento, saco lo más aprisa que puedo las balas de la mochila y cargo el arma, la dejo al lado de mí, apoyada sobre la pared de piedra, las manos apenas las siento, cierro cremalleras de polares, me pongo el gorro de lana, y unos abultados y calentitos guantes, me hago un ovillo en el catrecillo y a esperar sin moverme, no quiero que se me valla el calor corporal por ningún resquicio.
Poco a poco el día va ganando la batalla a la noche, el campo aparece blanco, fantasmal, uno piensa en los animales que pueblan nuestros montes, ¿cómo aguantaran estos fríos? Son duros y rocosos, por eso cada vez que cobro algún cochino mi admiración crece por ellos, nosotros pobres humanos no les llegamos ni a la altura de la pezuña, en su medio, y luego nos creemos saber algo de monte. Los más madrugadores dan la bienvenida al nuevo día, entre ellos los petirrojos, un par de ellos saltan cual saltimbanquis haciendo equilibrios en una de las ramas de la encina que tengo al lado, por un momento pierdo la atención mirando a estos simpáticos pajarillos.
De vez en cuando miro hacia el paso que guarda Eduardo, a él no lo veo, pero si veo la vaguada por la cual deseo que le entre algún cochino, está realmente ilusionado con su nueva arma y quisiera que la estrenase en mi finca; en una de las miradas furtivas que hago al puesto del compañero veo a maese raposo dando el tornillazo, ¡leches lo ha sacao! me digo a mi mismo, el ladino zorro corre escurriéndose por escobas y tomillos, me va a pasar larguísimo y no voy a poder arrimarle candela.
Ya se dejan ver los reflejos del astro rey, mucho tardan los guarros; pegada al lado de la pared de piedra que tengo a mi derecha una orejuda liebre trisca hierba nerviosamente, sigo como un ovillo en el catrecillo y mi inmovilidad la hace acercarse a poco más de dos metros de mis botas, esta, ni frío ni leches, al poco rato se interna en las jaras y dejo de verla, ahora vuela un bando de rabilargos buscando, quien sabe qué, más allá el milano levita sobre las copas de las chaparras, los patos caen al río en loca escandalera, me levanto despacio de la sillita, los huesos crujen al volver a su sitio, ¡vaya mañanita leches!
¿Y los cochinos? Pues no, esta vez no llegaron.