CUANDO EL DESTINO SE EMPEÑAAntes de irHay veces en que el destino se empeña en regalarte un día inolvidable aunque tú le pongas todas las trabas posibles para que así suceda. Más o menos así ocurrió en el caso que paso a relatarles, aunque afortunadamente, al final, el destino se salió con la suya.
Todo empezó cuando un buen día de Febrero del año pasado se presentó en mi casa el cartero, con una carta certificada procedente de la Generalitat de Catalunya. Mientras abría la carta pensé que se trataba de una multa y ya estaba haciendo cábalas para preparar el descargo. Pero hete aquí que me comunicaron que era el titular de un permiso nacional para rececho de rebeco trofeo, para octubre, a elegir entre las reservas de El Cadí, Alt-Pallars, o Fresser-Setcases. -¡Que lástima!-, pensé, - para una vez que me toca podía haber sido algo mas cerca-. Y descarté casi de inmediato la posibilidad de desplazarme a más de mil kilómetros para intentar un lance, desconocido para mí hasta ahora y en el que no me veía con expectativa de salir con éxito y sí, más bien, de darme una paliza de coche para venirme sin tirar.
A los quince o veinte días, una nueva cartita del mismo remite, me indicaba que debía decidirme por el destino definitivo de mi cacería y hacer el ingreso de la cantidad correspondiente para la reserva de la misma. Se me ocurrió llamar a mi hermano Antonio, que trabaja como funcionario de Hacienda, lo mismo que mi cuñada, con destino ambos en Mataró y viviendo en una preciosa casa en las afueras de Argentona. Ellos me animaron a ir por allí, aunque solo fuera por pasar unos días juntos y Antonio me prometió acompañarme en la cacería, que me aconsejaba solicitar en Freser-Setcases, por estar situada más cerca de su casa, donde pararía esos días, prometiéndome acompañarme en el rececho por esas montañas que él conocía como excursionista y de las que no me hablaba mas que alabanzas. Hice la reserva del permiso sin muchas ganas, animándome a mi mismo con que, por lo menos iba a pasar unos días de campo con mi hermano.
Ese verano, leí en alguna revista de caza que se estaban suspendiendo los permisos de rebeco en el pirineo catalán por la alta mortandad que estaba provocando una epidemia de pestivirus conocida allende nuestras fronteras como “peste catalana”, con efectos demoledores sobre la población de isards de las reservas de Alt-Pallars, El Cadí, y en los acotados de los pirineos franceses, amenazando con extenderse al resto de las poblaciones europeas de rebecos. Se acabó mi aventura catalana, pensé, apoyando esta noticia al poco convencimiento que tenía yo mismo para realizar la cacería. Pero, mire usted por donde, el destino seguía empeñado en que sudara la camiseta subiendo por esos cerros y la única reserva que no canceló los permisos de rebeco fue la que solicité, la de Freser.
Llegó octubre y yo seguía convencido de que iban a cancelar mi permiso. Llamé al guarda y me dijo que me esperaba para el día acordado, que hiciera antes un poco de ejercicio físico para no agotarme pronto, que dispararíamos entre ciento cincuenta y doscientos metros de distancia y, a mi pregunta de que si el veía posibilidades de obtener el trofeo, me contestó con mucha prudencia y socarronería catalana que no los tenía atados en su patio, por lo que había que salir a por él y….ya veríamos.
Dos días antes de la fecha fijada llovía a mares por toda España y en Cataluña inundaciones por doquier. -La lluvia va a tener la culpa de que yo no vaya a por mi rebeco-, procuraba autoconvencerme. Tan seguro estaba de que no iba a cazar que ni me preocupé de centrar el visor. Miro el tiempo previsto para esos días en una página web meteorológica y, ¡vaya por Dios!, anuncia buen tiempo y sol, con subida de temperatura para esos días en toda Cataluña. Me quedé sin excusas. El día antes, a las doce del medio día metí los apechusques en el coche, a lo encierra guarro, y me fui para los dominios de Carod Rovira. Llamé por el camino a Jose Varona, quien me dijo, con buen tino, que no tocara el visor del rifle y que tirara con las mismas balas que el año pasado. Si fuese a mas de ciento cincuenta metros, al nacimiento de las paletas y …sin miedo.
Esa noche, a las diez, estaba cenando en casa de mi hermano, preparando el siguiente tramo de viaje hasta Ribas de Freser, a ciento y pocos kilómetros de su casa, donde habíamos quedado a las siete con Josep, guarda de la reserva.
El Rececho.
A las cinco de la mañana suena el despertador, llamo a mi hermano y nos ponemos rápidamente en camino, no sin antes llenar la mochila de viandas, chubasqueros, prismáticos, cámara fotográfica,….Solo se nos olvidaron los guantes, los bastones de apoyo y las bolsas de plástico por si había que envolver el trofeo. El camino, con niebla, curvas y nervios.
Llegamos al bar de la cita unos minutos antes que Josep, que entraba por la puerta directamente a saludarme, aún habiendo diez o doce personas más en el local y sin conocernos de antes. Cosas de los pueblos pequeños, donde un forastero da el cante de momento. Tras las oportunas presentaciones y el café mañanero, Josep, que me pareció un hombre sencillo y por derecho, me mira de arriba abajo y me dice que me cambie de zapatos y nos subamos a su coche con los arreos. Menos mal que se trataba, además, de un hombre detallista, si nó, dado mi despiste habitual, me encajo en la sierra con los cómodos zapatitos que llevaba puestos para conducir.
Iba amaneciendo mientras subíamos por una pista forestal de pendiente acongojante, sensación a la que contribuía el espectáculo natural que aparecía ante nuestros ojos, mientras el alba quitaba el velo nocturno a la mañana virgen que empezaba. Hablábamos de caza, porque Josep se pirra por las perdices, las liebres y los conejos, además de los cochinos en batida. A todo Cazador le atraen, indefectiblemente, las piezas menos próximas y más difíciles de conseguir para él. La conversación me confirmó mi primera impresión sobre el guarda y que lo suyo era una bendita vocación con la que disfrutaba enormemente mientras cumplía con su deber. Aparcamos el coche a unos dos mil metros de altura más o menos, donde se acaba la pista. A partir de ahí…a pespunte. Sabíamos que el frío que suelta la noche como último coletazo antes de irse iba a durar poco, ya que el día se abría radiante como no lo hubiéramos podido pedir mejor y Lorenzo venía dispuesto a dar caña .
El paso del guarda es particularmente lento y constante, fácil de seguir durante las seis horas que duró el rececho. Cuando tuve ocasión de preguntarle porqué andaba de esa forma, me contestó que lo aprendió de su padre, guarda también de la reserva, jubilado el pasado año. Divisamos los primeros isards a los quince minutos de comenzara a andar, a unos cuatrocientos metros de nosotros. Palpo mi viejo Ruger 30-06 colgado del hombro y me pregunto si no nos dará la mañana el cacharro sin afinar. Le digo a Josep, en voz baja, que a mi me gusta tirar lo mas cerca posible del animal, para disfrutar más del lance y eso. Me contesta socarrón que si tengo miedo a fallar, fallaré casi seguro. Vemos unos muflones frente a nosotros.
-franceses-, me comenta el guarda,
-los han soltado para repoblar, y cruzan constantemente a este lado. Andan mal de genética, con capas con predominio excesivo del blanco y muchos son considerados selectivos que hay que eliminar. Volviendo al isard, como dices que te gusta tirar cerca nos vamos a meter en el bosque, donde puede ser que tropecemos con algún macho viejo a corta distancia-. Amén, pienso.
El Lance.Al entrar al bosque nos paramos a despojarnos de la pelliza. Mientras mi hermano y Josep arreglan sus mochilas, oigo un pequeño tropel por el mismo camino que llevábamos y, en dirección a nosotros, se me planta un rebeco macho a unos diez metros de mis narices, mirándome fijamente, como retándome a ver quien era más rápido, si yo en descolgarme el rifle o él en desaparecer entre los pinos. El duelo lo ganó él, sobra decirlo. Pero nada más coronar el siguiente cerro, en un pequeño claro de la pendiente de la izquierda, a unos setenta metros estaba el valiente que había echado al anterior de su territorio. Es época de celo para los rebecos y son frecuentes las disputas consistentes en carreras de un macho que empuja a otro fuera de su serrallo. Josep lo observa con los prismáticos atentamente y me dice con voz, por primera vez, algo alterada:
-Como mínimo es plata. Tírale sin agacharte y procurando moverte lo menos posible-.
No tenía donde apoyarme, y la bala que tenía que matar al rebeco estaba todavía en el cargador, por lo que tuve que acerrojar con cuidado, mientras subía el rifle lentamente a la cara. Y allí de pié, a pulso, sin tocar los aumentos del visor lo centré en la paletilla del rebeco, que nos había visto y empezó a alejarse lentamente de nosotros. Se me hicieron eternos los diez o doce segundos que tardó en parase nuevamente el animal, mientras escuchaba a mi hermano detrás de mí cachuchear con la cámara de fotos. El estampido sonó como si hubiera disparado todo un pelotón, por el eco sucesivo que repetían las paredes de las montañas y el rebeco se desplomó con un tiro algo trasero respecto a donde apunté, pero definitivo.
Apretones de manos, caras alegres y soplido largo por mi parte, con sensación de “ya pasó”. Con el mismo paso cansino que traía desde que empezamos, Josep fue subiendo la pendiente hasta el rebeco mientras sacaba la cinta métrica del bolsillo, yo tras él, con ganas de empujarle para llegar antes a mi trofeo y mi hermano detrás de mí todavía trasteando en los botones de la cámara y lamentando no haber podido captar el momento del disparo.
Una vez ante el animal, precioso para mi gusto, me invadió la misma sensación rara que me ocurre con todas las piezas de caza mayor: las ganas de poder devolverle la vida una vez que lo he tocado, acariciado y, de alguna manera, le he ganado la partida. Josep procedió a medirlo con su calma habitual. Noventa y dos puntos dio sobre el terreno, aquel rebeco de diez años de edad y pelo más bien claro y brillante, señal inequívoca de buena salud. Plata por tanto. Mientras hacíamos las fotos de rigor, me percaté de la presencia de unos treinta nuevos compañeros que ya no nos abandonarían durante el resto de la jornada. El guarda abrió la piel del rebeco para facilitarle el festín a la treintena de buitres leonados que se abalanzaron sobre el mismo casi delante de nosotros. Fue una alegría comprobar que la muerte de aquel animal, ya en la cuesta abajo de su vida, servía para permitir otras vidas, de otros animales no menos bellos y escasos. Y la reserva, magníficamente gestionada por personas como Josép, se esmera en ese aspecto con su cometido, disponiendo que los animales cazados, una vez desposeídos del trofeo cumplan su última misión, alimentando la cadena natural. Difícil lo tendrían esos buitres si no fuera por la caza, ya que a esas alturas, la ganadería extensiva no se explota.
[Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]Los añadidos.Nos paramos a tomar el taco, alegres y con la sensación del trabajo terminado, pero solo habían transcurrido unas tres horas desde que comenzó la cacería y, mientras comíamos, decidió el guarda que podíamos aprovechar el resto de la mañana para quitar alguno de los muflones selectivos que divisamos anteriormente. Aunque este era trabajo suyo, me lo ofreció a mí. Y yo, lógicamente, lo acepté con gusto. Así que, tras comer de postre los riquísimos panellets que traía Josép y tomar un trago de agua cristalina del arroyo próximo, retomamos la marcha, ya en mangas cortas y con nuestros nuevos amigos sobrevolándonos majestuosamente mientras emitían agradecidos graznidos tras el banquete que les deparamos.
Decidimos subir todavía un poco más y volver por donde habíamos venido, pero unos trescientos metros más altos, con la intención de cortarle a los muflones su retirada hasta la raya de Francia. Mientras paseábamos, con el mismo paso de procesión de cuando empezamos y que ya he adoptado como propio para todas mis futuras incursiones de montaña, Josép iba desgranando viejas historias de maquis, de furtivos y de gente de aquellas sierras, vividas por él o escuchadas a su padre que fue guarda durante cuarenta años de las mismas cinco mil hectáreas que él vigila en la actualidad. Vimos muchísimos rebecos, pero ninguno tan bonito como el mío. O, al menos, eso decía el guarda.
Sobre la una del medio día nos encontrábamos cien metros más arriba de la ladera donde divisamos los muflones. Oteamos cuidadosamente los alrededores pero parecía que a los carneros se los había tragado el Puigmal (monte del mal), la cima más alta de la reserva, con dos mil novecientos metros, en cuyas laderas andurreábamos. Comenzamos a bajar y al cruzar uno de los arroyos que descienden de la cumbre, se levantan dos muflones de la espesura y comienzan a andar lentamente, a unos ciento sesenta metros. Uno de ellos, de unos dos años de edad, con la mitad trasera del cuerpo totalmente blanca, que el guarda se apresura a indicarme como animal a eliminar.
Josép echa su mochila al suelo mientras yo acerrojo –nunca llevo bala en la recámara mientras camino-, pongo el seguro, suelto el rifle en el suelo y procedo a descolgarme la mochila, quitarme la gorra y los tapones al visor. Me tumbo, apoyando el rifle en la mochila y respiro hondo. Primer gatillazo, con el seguro puesto. Desplazo hacia delante la palanquita mientras escucho como Antonio cacharrea otra vez con la cámara digital intentando ponerla en video. Centro el visor en la paleta del carnero y sin pensármelo dos veces aprieto suavemente el gatillo hasta que me sorprende el taponazo de la bala de 165 grains. Esta vez si fue el tiro donde yo quería y el muflón se desplomó sin ni siquiera dar un saltito –gracias por el consejo Jose Varona-.
Tras la nueva sesión de fotos, incluso por la cámara del guarda que debe presentar imágenes del animal eliminado ante sus jefes, mi hermano procede a cortarle los cuernos al muflón para usarlos en la fabricación artesana de cachas de navajas, que él mismo construye como hobby. No merecía la pena conservarlos como trofeo. Se repite el avío del animal y, una vez que nos alejamos unos metros, comenzaron nuestros alados acompañantes a desplegar el tren de aterrizaje para darse el segundo festín de la mañana. En veinte minutos estábamos en el coche, donde los buitres nos dieron el último saludo. Tras guardar los apechusques, nos despedimos de aquellas cumbres de belleza apabullante, prometiéndome a mi mismo que tendré que volver algún día. Ya en el camino de descenso y mientras el guarda nos hablaba de la presencia de urogallos en aquella zona, un precioso gato montés cruzó por delante del vehículo. Desde aquí le envío un afectuoso abrazo a Josép, que ha hecho que me enganche definitivamente a la alta montaña.
[Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen](Muflon selectivo. AL fondo la cima del Puigmal).
[Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen](Un servidor con Josep, guarda de la reserva. AL fondo y ¡ABAJO! el Monasterio de Nuria. Subimos algunos cientos de metros a 'pespunte')