La España que vive de la caza
Esta es la historia de un rincón de los Montes de Toledo cuyo latido depende de una actividad considerada casposa por miembros del GobiernoMiguel Ángel Barroso
@mikemuddy
Actualizado:
13/01/2019 02:15h
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Atención, zona de paso de linces. Los carteles flanquean la carretera que enfila hacia el corazón de los Montes de Toledo cruzando los pueblos de Mazarambroz y Cuerva. La advertencia también está pintada en blanco y en caja alta sobre el asfalto, lo nunca visto, como anunciando el ingreso en un mundo atávico donde vive el gran gato crepuscular que la inmensa mayoría de la gente solo ha visto en libros y pósteres, una de las joyas faunísticas de la península Ibérica. Así que en los cambios de rasante suben las pulsaciones, no vaya a ser que el lince se cruce y sea el último, o el penúltimo, y acabe bajo las ruedas del coche y sobre la conciencia del conductor.
Un poco más al sur, Las Ventas con Peña Aguilera se extiende a los pies del Cerro del Águila, cuyo berrocal granítico parece el lugar ideal para que Don Quijote haga una de sus penitencias de enamorado, dando tumbas de medio abajo desnudo y de medio arriba vestido. En el altozano, rodeados de piedras caballeras que hacen equilibrios inverosímiles, hay una ermita y un molino de viento, y surge la tentación de dejar que la mirada se pierda hacia un paisaje extenso de serranías y cotos sobrevolados por buitres y milanos, de núcleos rurales acostados bajo las lomas en la frontera entre las provincias de Toledo y Ciudad Real, de pueblos cuyo vaho se cristaliza de puro frío en este mes de enero. El decorado de la España que vive de la caza. La España casposa, según el ministro de Fomento, José Luis Ábalos, uno de los miembros del Gobierno que ha mostrado en los últimos tiempos su animadversión a la actividad cinegética. La ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, directamente la prohibiría.
Todos se conocen
En la entrada a Las Ventas con Peña Aguilera abundan las empresas de cantería (se dice que de aquí se sacaron las piedras para la catedral y el alcázar de Toledo) y de marroquinería, algunas de estas fundadas por viejos guarnicioneros que pasaron de los correajes de las caballerías a fundas de armas y zurrones para los cazadores. Artesanos de la piel, pues, y también mayorales de rehalas, guardas de cotos, muleros, veterinarios, taxidermistas, carniceros, hosteleros, jornaleros eventuales… Aquí una mano lava la otra, y las dos lavan la cara, y es posible hacer una auténtica «foto de familia» cinegética. Todos se conocen. Hasta los guardas conocen a los furtivos. «La caza forma parte de la cultura y de la tradición de nuestro pueblo, y es un motor de desarrollo económico y social, porque ayuda a fijar la población en una zona desfavorecida», comenta Azucena Carrobles, concejala de Cultura. Si no fuera por esta actividad, la comarca pasaría a engrosar la España vacía que describió el escritor Sergio del Molino, marginada, orillada, fantasmal, semioculta junto a carreteras secundarias y «donde hacer cada recado significa un dolor». La cuestión tiene casi una vertiente antropológica, como apunta Esteban Ruiz, el veterinario de esta localidad: «Parece que queremos eliminar al hombre rural y crear un individuo nuevo, único, que habite solo en las ciudades».
«Es fácil criticar nuestra forma de vida si eres un funcionario urbanita o vives de una subvención», opina Juan Caballero, presidente de la Asociación de Titulares de Cotos, Cazadores y Actividades Afines al Sector Cinegético de Castilla-La Mancha. «Los políticos no van a prohibir la caza. La estrategia es más sibilina. Se trata de ir poniendo trabas poco a poco, por ejemplo exagerando sobre las enfermedades de los jabalíes o desprestigiando y dividiendo el sector, concediendo ayudas a unas asociaciones y negándoselas a otras, acabando con la caza social sostenible cuya ética pasaba de padres a hijos». Según Atica Castilla-La Mancha, el número de licencias en esta comunidad autónoma era de 106.406 en 2016, último año del que se tienen cifras oficiales, solo por detrás de Andalucía y de Castilla y León. En 2018 no se superaban las cien mil; la obligación –reciente– de aprobar un exigente examen ha dejado fuera a muchos candidatos. Hay un total de 5.823 cotos en la región (1.328 en Toledo) que cubren casi siete millones de hectáreas.
Ladridos a coro
Una algarabía ensordecedora acaba por despertar hasta el último habitante de Las Ventas con Peña Aguilera. Las pulsaciones se les han disparado a 120 canes tras observar que el vehículo se ha detenido junto a la cancela de las perreras. Hay podencos, dogos, alanos, mestizos (podenco y mastín). Ladran como si no hubiera mañana. Juan Manuel Rodríguez, el propietario de la rehala, sonríe. «Creen que hoy toca marcha». Pero no. Solo son vísperas. La veda está abierta desde el Pilar hasta la tercera semana de febrero, y las monterías suelen organizarse de viernes a domingos, aunque algún jueves también sea día hábil. Pero en la previa hay trabajo que hacer. Sacar a los animales a un «patio de recreo» para que se desfoguen, limpiar las jaulas, decidir qué grupos van a participar en la cacería... De 16 a 24 perros forman una rehala, que está supervisada por un perrero. Se paga 250 euros por cada una. Dependiendo de la mancha de la montería puede haber hasta 40 rehalas y más de 500 perros. Algunos, los más jóvenes –a los ocho meses se les da la alternativa– y los que tienden a dispersarse llevan un collar con GPS. «Es un trabajo muy sacrificado», confiesa Juan Manuel. Hay que estar pendiente del pienso, la vacunación, la desparasitación, hacer un curso de transporte de animales vivos... «Y los rehaleros somos el blanco de las iras preferido de los animalistas. Nos odian. Hace unos días, un coche paró junto al mío cuando llevaba un remolque con perros. Un tipo bajó la ventanilla y me llamó hijo de puta asesino».
En noviembre pasado el vídeo de un lance de caza que acabó en desastre se hizo viral en las redes sociales, alimentando la indignación contra este colectivo. En las imágenes se ve cómo una jauría de perros ataca a un ciervo al borde de un barranco. El cazador los azuza para que no dejen escapar a su presa, y tanto el venado como una docena de canes acaban despeñándose. El vídeo pone los pelos de punta. Juan Manuel Rodríguez no trata de justificar lo ocurrido. «En la caza hay errores, accidentes y malas prácticas también, como en cualquier actividad de la vida. Y cosas como esa no pueden suceder».
Caza mayor
En los Montes de Toledo hay muchas fincas cuyos dueños son grandes empresarios y banqueros, terrenos dedicados a la caza mayor –ciervo, jabalí, muflón, gamo, corzo– que organizan los eventos de forma privada o alquilan la propiedad a orgánicas monteras (empresas que se encargan de la gestión). El coto de los Quintos de Mora, en el término municipal de Los Yébenes, pertenece al Estado y ha adquirido cierta relevancia pública por los encuentros políticos que han tenido lugar allí en los últimos años (a principios de este siglo se lo llamó «el rancho de Aznar» y en agosto de 2018 Pedro Sánchez lo eligió como lugar de retiro y reunión del Consejo de Ministros). Durante las primeras semanas del otoño, su raña central –rodeada de bosques de rebollo, quejigo y encina– se llena de desafíos en una berrea que puede ser contemplada por el común de los mortales desde los caminos públicos que serpentean en las soledades del coto. Pero un velo de discreción cae sobre estas fincas, cuyos propietarios son refractarios a salir en la prensa para hablar de la caza.
Alberto García, el guardés de una de ellas, suele tener los días muy ocupados vigilando, revisando las alambreras, supervisando los animales defectuosos y enfermos –con los que se hacen descastes para evitar que haya una epidemia– y espantando a los furtivos. «El furtivismo lo marca el precio de la carne», señala. «Si está alto, hay más posibilidades de tener un mal encuentro. Te intentan evitar, naturalmente, así que cuanto más visible seas, mejor. Cuando los descubres, les das la voz. A veces disparan un tiro de advertencia antes de echar a correr. ¡Claro que los tengo fichados! Son de todos los pueblos de la comarca».
Inspección de las piezas
Cuando las escopetas y las jaurías callan, otra parte de la cadena humana que forma parte de la caza entra en acción. Los que han pagado por un puesto –2.000 euros de precio medio, se puede llegar a los 10.000; el gasto de organización de una montería alcanza los 50.000 euros– ya piensan en los panes preñaos, las migas y los judiones que les puede servir in situ desde un restaurante de la zona hasta un servicio de catering, y en las batallitas que contar con la boca llena. Las piezas cobradas, transportadas por muleros –todavía existen, y con sus mulas, a pesar de los todoterrenos pickup y los tractores– se depositan en el punto de visceración e inspección, donde es preceptivo que haya agua caliente, techado, buena iluminación y un suelo de hormigón.
Hasta allí se desplaza Rodrigo del Castillo, responsable de Vencaza, empresa especializada en la compra, recogida, venta y distribución de carne de caza mayor, sobre todo ciervo y jabalí, para seleccionar las mejores piezas, a las que les quita las vísceras como paso previo al transporte hasta sus instalaciones en Las Ventas con Peña Aguilera, donde se realiza el despiece y envasado de la carne. «La clave es ir directamente a las monterías. Eso nos permite controlar todo el proceso desde el campo al punto de venta». Su lista de clientes está compuesta por carnicerías, mayoristas, restaurantes y colectivos gastronómicos, y exporta al extranjero. Casto Romero, teniente de alcalde la localidad, aporta un dato: «Se trata de carne ecológica, de animales que no se alimentan con pienso. Un 80% de la producción de la comarca llega a Francia, Alemania, Holanda y Dinamarca, entre otros países».
Carne y piel
En ese punto de inspección, Rodrigo del Castillo trabaja codo con codo con el veterinario, Esteban Ruiz, encargado de unos controles sanitarios que deben ser rigurosísimos. «Hay alteraciones que se ven a simple vista. Las partes mordidas por los perros se descartan. De los jabalíes siempre hay que recoger una muestra para analizarla por el riesgo de triquinosis». En su clínica hay cinco veterinarios que tienen tarea en toda la región, y no solo gracias al sector cinegético, pues aquí se da el vacuno extensivo (15.000 cabezas), el ovino y el caprino (30.000).
Santos Cid es otro eslabón de esta cadena. Su empresa, Jumansa, recoge las pieles de los ciervos, 300.000 al año, y también los huesos. «Salamos las pieles para su conservación –dice– y las vendemos a talleres de curtido y marroquinería, aunque una gran cantidad se exportan a China, donde las utilizan para fabricar colágeno».
Abel Gutiérrez nació en 1928. Padecía poliomielitis en un pueblo que, entonces, vivía sobre todo de las canteras. Su enfermedad no le permitía tirar por ese camino, así que su madre lo envió a Toledo para que aprendiera el oficio de guarnicionero. Cuando volvió a Las Ventas con Peña Aguilera decidió dedicarse al negocio del cuero, al principio no relacionado con la caza, pero los clientes le animaban, Abel, nos tienes que hacer las fundas de las armas, las cananas y los morrales, y el boca a boca le dio el último empujón.
«Así empezó todo», cuenta Juani, su hija, que ha cogido el relevo y regenta el taller y la tienda de artesanía de la piel con el nombre del fundador. Allí trabajan seis personas, y otras tantas enfrente, en el negocio de su primo, en la firma Ángel Serrano. «No me preocupan los cazadores, con la gente del campo seguimos teniendo mucho contacto, sino la clientela común, la clase media que se ha visto afectada por la crisis y, antes, cuando pasaba por el pueblo para hacer turismo rural, para visitar espacios naturales como Cabañeros, se detenía a comprar un bolso, un cinturón, una cartera», se queja Juani, que ha buscado nuevos caladeros en Toledo capital abriendo tres establecimientos. Javier Gutiérrez, también empresario de la piel (su compañía, Alfajami, funciona desde 1990, aunque algunos de sus artesanos llevan trabajando desde principios de la década de 1970), recuerda cómo en los orígenes el 90 por 100 de sus artículos estaban relacionados con la caza. Ahora los bolsos de señora se llevan la mayor parte de una producción que también viaja al extranjero.
Ojos de cristal
Gregorio Medina es otro personaje esencial en esta historia. Puede que el más buscado por los coleccionistas de trofeos que participan en las monterías, aunque su negocio no se circunscribe a los Montes de Toledo. Junto con sus hermanos Jesús y Ramón y cinco empleados lleva adelante la Taxidermia Medina, que fundó su padre en los años 50 del pasado siglo. «Cuando acaba la montería nos llevamos las cabezas al taller, donde se desuellan, se cuecen y se quedan limpias. La piel hay que salarla y curtirla antes de ser montada en los moldes de poliuretano. ¡Todavía hay gente que pregunta si los ojos del animal son los suyos propios!», dice mientras muestra un blíster con ojos de cristal fabricados en Alemania. «Son los de mayor calidad», añade su hermano Jesús. Un frontal de ciervo lleva tres horas de trabajo y cuesta unos 500 euros. Realizan 1.500 piezas al año, y un tercio las exportan a clientes rusos, franceses, alemanes, belgas, chinos, estadounidenses e italianos. Reciben bastantes encargos para disecar animales cazados en safaris africanos. Los felinos son los más difíciles. Acaban de recibir una caja procedente de Zimbabue que, en la aduana, ha debido pasar por exhaustivos controles. Su contenido es sorprendente: pieles y cráneos de un león, un leopardo, una jirafa, una cebra y un búfalo abatidos por un cazador al que, sin duda, le cundió el tiempo y el dinero.
Variedades de venado
El trajín no puede compararse al de un fin de semana, donde se sirven 60 comidas al día y el local se queda pequeño, pero siendo jueves hay bastante movimiento en el restaurante Sartenilla, un clásico de Las Ventas con Peña Aguilera al cargo de los hermanos Gustavo y Álvaro Sevillano, cuarta generación de un negocio que abrió su bisabuelo en una fecha que no pueden documentar. «El 80% de los platos que servimos es de carne de caza», revela Gustavo. «Quince variedades de venado, tres de jabalí, además de perdiz, etcétera. Tenemos una parroquia muy fiel que incluye a los municipios de los alrededores. No cabe duda de que si no fuera por estos productos no seríamos más que un simple bar pegado a la carretera que pasa por medio del pueblo».
El Hostal Joaquín conoció tiempos mejores cuando el abuelo de la actual propietaria, Nieves Castro, lo fundó hace 45 años. «Entonces no existía nada parecido, las vías de comunicación eran mucho peores y en las fincas no había más alojamiento que el de los guardeses», comenta. «Se organizaban muchas monterías y de viernes a sábados estábamos completos. Mi padre servía migas y judías con perdiz en las propias cacerías. Las habitaciones eran individuales (o dobles con camas sencillas) y solíamos meter supletorias porque no se cabía de tanta demanda. Ahora seguimos recibiendo muchos cazadores durante la temporada, pero la mejora de las carreteras hace que, por ejemplo, la gente que viene de Madrid haga la actividad en el día y se vuelva para su casa».
Al caer la tarde, Las Ventas con Peña Aguilera parece quedarse a solas con su arquitectura. Pocas almas a la vista. A un espécimen urbano le choca esto, acostumbrado a ver gente, a caminar junto a otros, sí, pero casi siempre en silencio, sin ni siquiera enarcar una ceja. ¿Dónde están las casi 1.200 personas que forman esta población? ¿Tal vez buscando los encames de los linces en el monte para constatar que, en efecto, este animal existe? «Están cada una a lo suyo», se despide Juan Manuel, el rehalero. «Pero si nos quitan la caza, ¿a dónde nos vamos?».
La España que vive de la caza
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