El rececho de montaña, una experiencia de caza pura y auténtica
Las comodidades son pocas: el hostil entorno así como los finos sentidos y la experiencia de los ejemplares adultos de ciervos de montaña no ponen las cosas fáciles, lo que siempre es un plus para el cazadorPablo Capote
Hace más de un kilómetro que no se ven carrascas de encina ni alcornoques. Acabo de salir de los últimos robles y avanzo, extenuado, entre matas de brezo de media altura, subiendo un laderón que empieza a dar vértigo. Quedan apenas 200 metros para alcanzar el alto de la cuerda. Sé desde hace años que es la única zona donde se puede encontrar, en estas sierras, un pequeño rodal de tierra horizontal y despejada suficientemente grande para montar la tienda de campaña.
Cazar en esta parte de los montes de León es especialmente duro, y para patear algunos cazaderos a la hora adecuada no hay más remedio que pasar la noche en la montaña. El tiempo se me echa encima y no voy a poder hacer hoy mucho más que organizar el campamento.
Llegando a las últimas peñas, me llaman la atención unos jirones de pelo que, igual que la niebla que se resiste a levantar, se han agarrado a los brezos. Son de corzo. Unos metros más allá, de cara al viento, se hace evidente el llamativo desbroce que una manada de lobos ha provocado en la disputa por su víctima. Aparte del monte clareado, apenas han dejado muestras del banquete, salvo un poco de pelo y de pellejo. Del corzo suelen aprovecharlo todo: en alguna ocasión he encontrado enteras las pezuñas sin digerir en sus heces.
Las bajas que causan son un tributo que, al menos yo, asumo gustoso por tener el privilegio de compartir las presas con ellos. Sin embargo, creo que el control de sus poblaciones es compatible y necesario con su conservación y, a las pruebas me remito, la gestión correcta de la especie es la que se lleva a cabo al norte del Duero.
Al llegar al alto se arrancan seis perdices, tomo nota. He tenido suerte y un amplio pastizal de montaña se abre ante mí. Efectivamente, el sol se está ocultando y solo tengo tiempo de acampar y planificar el rececho del día siguiente. Creo que me apostaré de amanecida en unos prometedores riscos que tengo a unos 500 metros siguiendo el alto, que dan cara a una ladera de escobas y brezos no muy prietos. Es difícil describir, seguramente también de entender, el placentero estado de encontrarse solo en el corazón de los montes más agrestes que puedan imaginarse, reponiendo fuerzas con algo de embutido y una bota de vino, mientras se escapan las últimas luces del día.
Recostado en unas urces, leo un poco ayudado por el frontal. Me he traído un librito que recomiendo fervientemente a quien quiera conocer las inquietudes de un verdadero cazador con respecto a la naturaleza: el discurso de ingreso de Miguel Delibes en la Real Academia de la Lengua Española, una lectura que no podría hacer en un lugar más apropiado. Ya en el año 1975 reflexiona Delibes sobre «la brutal agresión a la naturaleza que las sociedades llamadas civilizadas vienen perpetrando mediante una tecnología desbridada..., un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional».
Montes sanos
Hoy, sin duda, hay aún menos motivos para el optimismo, aunque, estando aquí, es inevitable encontrar un hueco para la esperanza. Como cazador, tengo claro que esta es la naturaleza que quiero y la que defiendo: montes sanos, poco alterados y habitados por animales salvajes. Sin embargo, siento creciente la incomprensión de esta «sociedad civilizada».
Una suave llovizna comienza a caer, ¿será suficiente para reactivar la berrea? En el precario cobijo, mecido por los pocos berridos lejanos, las gotas de lluvia al chocar con la lona y los efectos del mollate, me sumo en un placentero sueño. Durante las primeras horas ni unos ni otros lo disturban, pero las lejanas notas de una charanga que a muchos kilómetros consiguen abrirse paso me despiertan a la una de la madrugada y me hacen salir del encame. Es una de las muchas fiestas que se celebran en las aldeas de la zona, algunas de tres o cuatro habitantes que, necesitados de compañía, convocan a los paisanos de los pueblos vecinos. Sigue lloviendo débilmente. La oscuridad de la noche sin atisbo de luna es absoluta. Un ciervo que reivindica sus derechos no muy lejos de las peñas que tengo localizadas renueva mis esperanzas.
Antes de amanecer, me acerco a ellas y me preparo a esperar hasta que pueda verse. Un par de ciervos jóvenes, que no osan descubrirse berreando, pasan a escasos diez metros de mi postura en su careo matutino; pero aparte de eso no veo nada más. Ya de día, decido subir cresta arriba asomándome a uno y otro lado escudriñando cada rincón con los prismáticos sin éxito. Quizás los pocos ciervos que hay en este término no deben ver necesario advertir a sus congéneres de su presencia. Esta es una zona que el ciervo ha colonizado hace pocas décadas y donde se encuentra en expansión, así que nos hemos impuesto un escueto cupo anual para que la población siga en aumento.
Decido berrear yo desde un alto, ayudado por un trozo del desagüe de una lavadora que llevo a tal efecto. Sin recibir respuesta, dudo si será por causa de la poca densidad de cervuno o por mi falta de pericia al tocar el rudimentario instrumento. Asciendo hasta donde me permiten las fuerzas, hace tiempo que me he quedado sin agua pero al coronar un alto encuentro un llano cubierto de mirtilos. Me quito la mochila y me tumbo, empapado en sudor, a comer los arándanos a dos manos como un oso. Son ya las once, doy media vuelta y regreso a «casa», una vez más con las manos vacías. (La berrea como reclamo turistico).
De atardecida, vuelvo a apostarme en las mismas peñas, que me siguen pareciendo la mejor opción. Al caer el sol, veo de nuevo la collera de venados jóvenes; y justo antes de perderlos de vista, una estruendosa brama nos sobresalta a los tres. No veo al ciervo pero, a pesar de mi duro oído, entiendo que se encuentra en algún punto del testero que tengo a tiro de frente. Lo «ausculto» con los prismáticos sin resultado. Al cabo, berrea de nuevo, lo que me permite reducir el campo de visión y centrarme en una mata de roble algo más cerrada que se encuentra a unos doscientos metros a mi izquierda. La visibilidad va menguando, pero al fin atisbo el movimiento del matorral y el ciervo se descubre. Es un venado bonito, abierto y gordo, como los que se atreven a desafiar al resto sin miedo a salir escaldado.
Un dato fiable
No necesito mucho tiempo para valorarlo con el binocular, lo meto en el visor y quito el seguro. Ya no hay marcha atrás. El animal se cuadra de lado. Advierto que estira el cuello, abre la boca y berrea por tercera vez, bastante antes de que el bramido llegue a mis oídos. Sin esperar otra ocasión mejor, presiono lentamente el gatillo sin sacar la cruz de su cuerpo hasta que se produce el disparo. No hay mejor prueba de haber acertado a una res que el sonido de la bala al impactar en su cuerpo, un ¡POF! inconfundible que lo anuncia. En ocasiones, la reacción del animal puede ser un dato fiable, incluso para saber en qué punto de su anatomía ha impactado el proyectil, pero otras veces, como es el caso, el ciervo no acusa el tiro de forma evidente. Este, en concreto, simplemente avanza a media ladera hasta alcanzar unas pequeñas piedras, las rodea, me ofrece el otro flanco y se detiene de nuevo, dándome tiempo a meter otra bala en el monotiro y efectuar un segundo disparo. Ahora sí, además del sonido, un pequeño arreón hacia arriba me hace pensar que el tiro también ha sido bueno. El animal asciende unos metros y se adentra en el monte. Valoro la situación y contemplo la posibilidad de que vaya empanzado. Ya es prácticamente de noche y decido intentar cobrarlo al día siguiente.
Ya en la tienda, llamo a Marcelino, un amigo de un pueblo cercano y le explico lo mejor que puedo dónde estoy para que venga por la mañana a ayudarme a encontrarlo y a acarrear la carne, en el caso de que no se lo hayan comido los lobos para entonces. No sería la primera vez. Antes de amanecer, Marcelino me encuentra desayunando. Ha traído a Tobi, un perrillo de mil sangres que no hace demasiado caso a «bicho muerto», pero menos da una piedra. Nos acercamos al segundo tiro y, tras seguir unos metros inversamente el rastro hacia el primero, Marcelino me comenta que no hay ni gota de sangre. No me desanima, pocos de los ciervos que he cobrado con el 270 y puntas ligeras la han dado, el proyectil les hace un pequeño orificio de entrada que nunca encuentra salida. A pesar de que suelo intentar evitar la paletilla y apunto un poco más atrás, para no dar en hueso y estropear la carne, la bala queda alojada indefectiblemente en «la caja» del corpachon de más de 200 kilos de estos animales.
Nos adentramos en el monte siguiendo la dirección de su huída antes de desaparecer. Tampoco hay sangre. Marcelino sigue escéptico y el Tobi ausente, pero el arrollón de monte es evidente y propio de haber sido provocado por un animal herido. A los cien metros por fin veo las puntas de la corona que asoman entre los brezos. Como en otras ocasiones, Marcelino, ya más animado, procede con su ritual: quitarse el cintuón y comprobar que apenas abarca el cuello del ciervo. Sabemos que al menos nos quedan dos viajes para llevar la carne y los pertrechos al coche.
En otras ocasiones colocamos una cámara-trampa en los restos, que deja interesantes testimonios de los inquilinos de estos montes, como que el águila real aprecia mucho la carne fresca o que a los grandes jabalíes les gusta más la carne que cualquier producto vegetal. También se aprecia cómo los viejos lobos recelan. Hoy quedan allí las vísceras y la carcasa para que las disfruten sin molestias. Yo vuelvo a la «civilización» donde, como dice Delibes, desgraciadamente «estamos cada vez más juntos pero no más próximos».
Cazando en montaña
Lo primero, como a la mar, a la montaña hay que tenerle respeto. La caza en montaña requiere una logística especial, mayor si se va a pasar la noche en ella.
Administrar el peso es muy importante; y si se van a recorrer grandes distancias conviene sacrificar la comodidad y optar por tiendas ligeras y compactas, incluso sacos o fundas impermeables especiales para vivaquear al raso.
Convertir en multiusos el material es interesante; una simple vara de avellano, además de una ayuda al andar, es un buen apoyo en tiros cercanos. Para tirar más lejos, la propia mochila puede servir a falta de apoyos naturales.
Conviene que la mochila sea grande. En los bolsillos externos, unas cuerdas, un impermeable, papeles, precintos y poco más. Las balas, cuchillo, un afilador (el pelo del ciervo arroma rápidamente el filo), en el cinturón. Los prismáticos al cuello y el rifle colgado al hombro. Si hay que acarrear carne, la tienda y el saco pueden atarse en el exterior para dejarla vacía.
Como avituallamiento, algo de embutido es un taco socorrido; suelo meterlo en una tartera metálica que, llegado el caso, hace las veces de sartén para preparar algo más sofisticado si hay ocasión. Llevo a menudo una cebolla, un poco de sal y aceite para preparar el hígado de ciervos y corzos en el campo: encebollados son un plato delicioso más estando lejos de las comodidades de la civilización. Necesaria la cantimplora, imprescindible la bota de vino.
El rececho de montaña, una experiencia de caza pura y auténtica
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