Esta historia me vino a la mente por la otra titulada…La memoria, y por la proximidad de la Semana Santa sevillana. Me parece mentira, y casi imperdonable que no me haya acordado de ella hasta ahora, pues con el tiempo que llevo en el foro, y las muchas veces que paso por cierto sitio, crucial en esta historia, y hasta ahora no he caído en escribirla.
Bien, más vale tarde…. etc. En ella habrá poca caza, pero la historia es entrañable y muy humana, cualidades ambas que en estas fechas aparecen, al igual que en navidad, para desaparecer el resto del año. La público hoy, Lunes Santo, porque no podría hacerlo cualquier otro día del año, más adelante lo comprenderán ustedes. Pensé en titularla Melchor, pero estoy convencido de que a él le hubiera gustado más titularla…
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LUNES SANTO
Sobre mitad de los 80, andaba un servidor con dos cuadrillas diferentes de menor, la cuestión era que unos iban a un coto, y los otros a dos cotos, y yo iba invitado con la primera, y de paganini en la segunda.
Cierto día, dando una mano a las perdices, bajé una que se le fue a un cazador de aquella cuadrilla, este era la primera vez que venía. Cuando llegó la hora de las navajas, entre chacinas, vinos y chanzas, aquel hombre al cual me habían presentado aquella mañana, me alabó ante los demás por como le había matado un conejo a cascaporro en medio de un salto estando este en el aire, y después una perdiz “en la provincia de al lado”, esta con el caño izquierdo por ir ya muy larga, ambas piezas a él se le habían ido, al igual que casi todas las demás.
Le dije que aquello no era gran cosa, que a veces es mejor no precipitarse pegando tiros y asegurar uno solo, a lo cual me respondió que él fallaba mucho a pesar de llevar veinte años cazando, y ni porque había cambiado la plana de su padre por una repetidora, cazaba más, solo gastaba más cartuchos. Le dije que cuando quisiera íbamos a un campo de tiro y con unas correcciones y cuatro canchas, mejoraría su tiro en la caza.
Pero me confesó que… “no está la cosa como para malgastar los dineros en platos, que estos no justifican el dinero ante la familia, solo la pitanza sobre la mesa lo hace”. Una esposa y tres hijos tenían la culpa, y ya era bastante con que le dejaran ir de caza. Risas de todos y a seguir con el condumio. Aquel día falló varias piezas más, que le rebañamos entre los compañeros de cuadrilla, y que él de nuevo nos agradeció porque siempre íbamos a reparto, e incluso si sobraba alguna pieza se la dábamos a él. Era hombre afable, discreto, poco hablador, y siempre al lado del que necesitara una mano, pues adivinaba con antelación lo que cada cual haría, y sabía si necesitaría ayuda, así que antes de que el otro la pidiera, ya estaban allí sus manos. Tenía ese don y algunos más.
Cuando intimamos Melchor y yo, pues así se llamaba, me contó que era jienense, de Úbeda, y que desde los catorce años trabajó en lo que allí llaman un “charnaque”… una tiendecita de pueblo. En el 68 se fue a Madrid, y a los pocos meses a Sevilla, siempre trabajando en el comercio, y que casó muy joven con su mujer, Ana, y si él apenas medía 1,65 mts, ella no llegaba al 1,60 mts, así que hacían buena pareja viniendo enseguida sus tres hijos. El hombre trabajaba para llevar adelante a su familia, y su mujer, con estar pendiente de la camada y del marido ya tenía el cielo ganado. Una historia repetida millones de veces en aquellos años.
Me confesó Melchor, que se había venido de Madrid a Sevilla solo por una cosa… por la Semana Santa. Y es que de niño vio en Úbeda un periódico con unas fotos de nuestra Semana Santa y quedó impresionado y se dijo que tendría que vivir aquello alguna vez, así que se vino a Sevilla de vacaciones para verla, y ahí se perdió, pues se volvió a Madrid, pidió a su empresa traslado a Sevilla y ya de aquí no se movió, pues además de la Semana Santa, la ciudad y su gente habían embrujado a él y a su familia.
Melchor todos los años pedía vacaciones en su trabajo para estar libre desde el Viernes de Dolores, hasta el Domingo de Resurrección, pues como buen cofrade, salía el Viernes de Dolores y visitaba todos los templos para ver las imágenes ya montadas en los pasos, y hasta el mismísimo Domingo de Resurrección, no se quitaba su terno azul. No se perdía ni una de las muchas cofradías que recorren la ciudad en esa semana.
El hombre era cofrade, pero no religioso ni capillita, aunque rezaba alguna que otra vez, según me confesó un buen día de conejos, porque la vida a veces aprieta, y tenía que hablar con “alguien” que le escuchara y le diera fuerzas para seguir adelante. Pasaron los años, y allá a principios de los 90, salía yo de merendar en una cafetería y me encontré a aquella pareja muy arreglada como buenos cofrades, parados en un sitio de la ciudad desde el cual se podían ver casi todas las cofradías, me dijeron que desde hacía un par de años las veían desde allí, ya que no era fácil desplazarse por las calles para verlas.
Y es que en pocos años el turismo tomaba la ciudad en esa semana, haciendo casi imposible desplazarse por el centro de la ciudad para ver aquí y allá los pasos. Solo tenían un problema, las nuevas generaciones habían crecido, así que ellos con su baja estatura, tenían que mover la cabeza cual ventilador para poder ver algo entre la multitud, y poco verían por como les ví mover sus cabezas y cuerpos. Les sugerí que alquilaran un par de sillas, y así verían todos los pasos cómodamente sentados. Su respuesta tumbó mi sugerencia: los estudios del menor, ayudar a la mayor con los gastos de su piso y del nieto, la de en medio sin trabajo y en casa, la hipoteca de su piso que aún le quedaba algún año por pagar… lo dicho, una historia como muchas otras, cubrir sus gastos, ayudar a los hijos, y privarse de muchas cosas para hacerlo… después de tantísimos años trabajando.
Como buen montero observé la mancha, y vi que podía “recomponer el monte” para ellos, y es que desde donde yo los había visto parados, tenía más perspectiva que ellos, además de que ellos estaban extasiados mirando los pasos como para percatarse de lo que yo vi. Así que le dije a Melchor que me acompañara, y ambos cruzamos la calle hasta el lugar desde el cual los había visto yo, y con la jerga montera y mi dedo apuntando los lugares, le expliqué: Mira Melchor, tienes un puesto privilegiado, pues tienes seis entradas posibles de reses (calles O´donell, Tetuán, Alfonso XII , Laraña y esta, la Plza. del Duque que tiene dos entradas, y todas ellas volcarán al mismo paso (La Campana), para vaciarse todas por el mismo coladero (C/ Sierpes), ya que no tienen otro escape y no pueden revolverse (las cofradías no pueden volverse, y menos allí porque está todo lleno de sillas y es allí, donde empieza la Carrera Oficial), así que si te mejoras en el puesto unos cinco metros más atrás estarás unos dos metros más alto y estarás en un balcón perfecto con unas vistas inmejorables de tu tiradero. Con lo cual no habrá res que se te escape. Me miró Melchor con la cara descolgada, y me suelta:
- Joder Paco, no entiendo nada de lo que dices pero me ha quedado muy claro, pero hay una gran pega, que para ponerme donde dices, tengo que meterme en la zona ajardinada de la plaza y ahí no se puede pisar, y si le da por venir a “la guardería del coto”, me van a meter un multazo que me van a fastidiar la Semana Santa.- la verdad es que tenía razón, pero al pensar yo en eso… -
- ¡¡Venga ya Melchor!!, bastante trabajo tiene “la guardería del coto” con estar pendiente de “la cacería”, como para estar también pendiente de los que “se mejoran” en los puestos.
Aquel día no me hicieron caso por sentir cierto reparo, pero como no veían nada o casi nada donde estaban, pronto pensaron que aquello era razonable, y que si se ponían allí a buena hora, ya nadie les podría estorbar la vista, aunque los demás también se mejoraran imitando su ejemplo. Desde entonces, desde allí vieron algunos años más las cofradías, y cada vez que nos veíamos, siempre me lo recordaba muy agradecido.
Tomé con aquella familia cierta amistad, de hecho los invité a un par de eventos familiares, además de encontrarnos en el campo de vez en cuando, por lo que Melchor me tenía por un buen amigo, y así lo consideraba yo también al ser este hombre tan afable y entrañable. Cuando íbamos a la media veda con este calor sureño, y veníamos toda la cuadrilla chorreando de sudor a medio día, le soltaba a Melchor: ¡¡Melchorrrrr, está lloviendo a mares!!. A lo que él siempre me respondía secándose el sudor : Siiii Paco… entre las patas de algunas. Y la cuadrilla empezaba con sus coñas.
Acariciaba Melchor la idea de prejubilarse desde que cumplió los cincuenta años, y así me lo decía cada vez que nos veíamos. Soñaba con hacer lo que le diera la gana, sin tener que madrugar para ir al trabajo, pues desde los catorce años no había hecho otra cosa, y por muchos años con semanas laborales de más de cincuenta horas. Así que ya estaba harto de aguantar a la gente, y como su jefe lo sabía, al cumplir los cincuenta y ocho, le propuso empezar a mover la cosa para prejubilarlo a los sesenta.
Melchor estaba que no cabía en sí de la alegría… solo le quedaban dos años de “pringue”, y les gastaba bromas a los compañeros diciéndoles que ellos se quedarían allí “mamando fango”, mientras él se bebería sus cervecitas en el bar cuando le diera la gana, y que como ya sus hijos casi que volaban solos, por fin Ana y él harían lo que les diera la gana por primera vez en sus vidas, y que además se iría de caza cuando quisiera y alquilaría las mejores sillas para la Semana Santa, y… .
Pero la cuenta del pobre, nunca se logre, que decía mi difunta madre. Unos meses antes de jubilarse, Melchor se sintió mal, un dolor le hizo darse de baja, me llegaron noticias de que estaba mal, así que decidí ir a su casa a verlo, pero no hizo falta, ese mismo día, me llamó su mujer por teléfono para decirme que tenía que hablar conmigo, y que si le parecía bien que nos viésemos a la salida de mi trabajo, a lo cual accedí.
Nada más encontrarnos, su cara me lo dijo todo, y sin más se me echó en los brazos y empezó a llorar desconsoladamente. Como era tan bajita y ligera, casi como una niña, me era muy cómodo el abrazarla, y eso me dio la oportunidad de poder llorar yo también sin que ella me viera, y así estuvimos lo que a mi pareció una eternidad. Falleció poco después, justo un mes antes de poderse prejubilar, se fue sin decir nada, aunque Ana me dijo que por su cara, él sabía lo que tenía y lo que inexorablemente llegaría, y aquel hombre bajo y silencioso, se marchó a los eternos cazaderos, que San Huberto lo tenga junto a él, y de paso, seguro que él agradecería que le diera mejor puntería.
Siempre tuvo en su rostro aquella plácida sonrisa, solo cuando los dolores le acosaban se le iba, pero nunca se quejó. Se fue en silencio, sin decir nada… como siempre. Mi mujer y yo estuvimos en el sepelio. Pocos no lloraron, pues aquel hombre, sin quererlo, dejó huella entre todos los que le conocimos.
Se dio la circunstancia de que se lo llevó Dios justo dos semanas antes de su querida Semana Santa que tanto le gustaba, así que ni por la televisión pudo verla aquel año. Ironías de la vida.
Yo creía que todo había pasado, pero el LUNES SANTO, inesperadamente, me encuentro a Ana a la salida de mi trabajo, y me pidió hablar conmigo. Me dio un vuelco el corazón, pues no sabía que pasaba ahora, así que la hice entrar en un bareto cercano y pedimos algo.
Para romper el silencio le pregunté por su estado de ánimo y el de sus hijos, más que nada para que se relajara, porque yo atisbaba que no sabía cómo decirme el motivo de aquella inesperada visita. Con aquella charla banal se fue relajando, y mis prolongados silencios dieron pié a que ella hablara sin parar, y así, poco a poco y casi sin darse cuenta, me fue contando con cierto reparo, que no sabía qué hacer con las cenizas de su marido (por aquellos años aún se podían esparcir donde se quisiera). Lo había hablado con sus hijos, y con el mejor amigo de Melchor de su barrio, pero que nada claro o significativo le habían aportado.
Me dijo que a pesar de haber estado tantos años con él, Melchor era un hombre muy callado y retraído y que nunca exteriorizó sus sentimientos, excepto con lo de la Semana Santa, y que no sabía muy bien sus gustos, así que sus cenizas seguían en la urna que le dieron en el crematorio encima del televisor del salón, y que ella no podía seguir teniéndolo allí porque no paraba de llorar, y que pasaba casi todo el día fuera de casa por ese motivo.
Me habló del respeto y el cariño que Melchor me profesaba, y con la estima que yo siempre le traté, por lo que no dudó en venir a verme porque ya no sabía a quién acudir, para ver si Melchor alguna vez me había expresado algo que le entusiasmara, y que eso nos diera idea de donde depositar sus cenizas.
Me preguntó si echarlas en algún coto, o arroyo o vete a saber dónde. Ella hablaba y hablaba en su desesperación por quitar “aquel” recuerdo de su casa y poder por fin descansar, sabiendo que su difunto marido también descansaba ya donde le hubiera gustado estar. A estas alturas yo ya no escuchaba nada de lo que ella me decía, y me debatía en mis pensamientos, desbordado por la sorpresa, de que después de más de treinta años de matrimonio, aquella mujer no conociera a su marido, ni los hijos a su padre, como para saber dónde depositar sus cenizas. Así que ¿¿como demonios iba a saberlo yo??… menuda responsabilidad me había caído encima.
Por otro lado, y en un pensamiento paralelo, buscaba yo algún lugar de los que ambos compartimos del cual Melchor me hubiera dado algún detalle de su gusto, pero nada. Mi cabeza no paraba de dar vueltas entre el sonido perdido de la voz de Ana, el cual me sonaba muy lejano. Debía encontrar algún sitio donde Melchor se sintiera a gusto, y así quitarme "la patata caliente de las manos” (1).
Podría referirle a Ana cualquier árbol bajo la sombra del cual comiéramos el taco alguna vez con la cuadrilla, en aquella situación ella hubiera creído de mí cualquier cosa que le dijera, y así acabar yo con aquel compromiso en el que me hallaba. Eso hubiera sido fácil para mí… lo más fácil, pero hubiera sido un falaz engaño, una bellaquería por mi parte. Si no daba lo mejor de mí en aquel asunto tan delicado, mi conciencia no me lo perdonaría nunca, así que me puse a buscar en mi cabeza un sitio con el cual yo me sintiera feliz de haber dejado allí las cenizas de aquel buen hombre, y eso era lo más difícil… satisfacerme a mí mismo, porque aquello ya era algo entre Melchor y yo, y el primero no estaba allí para dar su opinión.
Ana, imbuida en su preocupación seguía hablando sin percatarse de que yo hacía rato que ya no estaba allí, su suave y cálida voz seguía sonando en mi mente, como cuando escuchas música mientras haces algo más importante, cosa que yo nunca pude hacer porque me desconcentraba.
Seguía sin encontrar el sitio perfecto a pesar de que mi cabeza había recorrido montones de sitios, y de todos los que se me venían a la mente ninguno me parecía lo suficientemente bueno para él. Así que decidí relajarme, y dejar que EL DE ARRIBA me iluminara y me indicara un lugar que nos gustara a Melchor y a mí.
Y EL JEFE, que siempre me ayuda en momentos claves, y no sé si después de consultarlo con Melchor que seguro que cerca de ÉL andaría, a su manera, me dijo EL LUGAR. La voz de Ana que me seguía sirviendo de música de fondo, fue dando paso a otra música, se escuchaba aún muy poco por estar el bar en una calle paralela de donde venía aquella música que aún se sentía lejana, pero minuto a minuto, el tono de la misma fue subiendo, e iba sustituyendo a la voz de Ana en mi cerebro.
Bien sabía yo por la hora y el sitio en el que estábamos lo que aquella música significaba. Que hermosa manera de señalarme el mejor lugar, solo al Divino se le podía ocurrir algo semejante. Sonaba la banda de la Hdad. de San Gonzalo, que es una de las cofradías de mi barrio, y que el Lunes Santo procesionaba por allí a aquellas horas, no era la banda del paso de palio, era la banda del paso de “Jesús ante Caifás”. Y justo al llegar a la altura del bar, y como siempre pasa, la banda cayó en un mutismo absoluto al terminar su música procesional.
Cuando esto sucede, la calle enmudece, la gente cree ensirdecer, y solo el absoluto silencio es audible. Impresionante. El paso había dado allí de parada, que diría un montero.
Rápidamente pagué la cuenta, y pedí a Ana que saliéramos a la calle, ella no sabía lo que me traía entre manos, cogimos por la callejuela que comunicaba la callecita del bar con la calle principal en la que había parado la cofradía, y antes de llegar a ella pudimos ver aquel paso en todo su esplendor y solemnidad, la multitud que lo contemplaba taponaba el callejón y nos impedía llegar a él. Pero eso daba igual, desde allí se podían contemplar sus imágenes mejor que de cerca, miré a Ana mientras ella lloraba al ver aquellas figuras que tantas veces había contemplado el LUNES SANTO en aquella calle con su marido, ella me miró, y allí mismo le dije el sitio en cual podría descansar Melchor para siempre.
Este año se cumple el vigésimo aniversario de su muerte y cada vez que paso por allí, veo a Melchor y a Ana en “su puesto mejorado”, un puesto de lujo para ver cofradías en Sevilla, y que ya la gente hace muchos años ha ocupado, sin saber, que bajo las flores que hoy pisan, descansan las cenizas de mi buen amigo Melchor, pues para mí, ese siempre será el puesto de Melchor y Ana. Descanse en Paz.
(1) - Aquí hubiera venido que ni pintada la frase… “quitarme al muerto de en medio”, pero el aprecio que le tenía a Melchor, era demasiado grande como para meter esa frase en el texto, aunque estoy seguro de que a él le hubiera gustado ese toque de humor.
PD. - Lo que jamás hubiera imaginado Melchor, ni yo, ni nadie, es que su historia vería la luz en la primera Semana Santa que no se va a procesionar por las calles, por estar no ya España, sino el mundo en manos de esta pandemia de ciencia ficción. Paradojas de la vida.
(Esta historia la tenía escrita semanas antes de que llegara esta gran desgracia).
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Mientras mas practiques... mas suerte tendrás (Fred Bear).