Tres elogios a la becada
La chocha es agreste, incierta, escasa y difícil de cazar
A. Fernández Tomás
AUTOR DE: LA CAZA DE LA BECADA EN EL SURESTE, ALBACETE, 2020 Actualizado:02/11/2020 08:36h
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La becada, el ave misteriosa
Empecemos diciendo que la becada es salvaje. Algunos, rememorando quizá el título de la conocida obra de Abel Chapman matizarían, más que salvaje, agreste. Dejémoslo en silvestre, si lo prefieren. El caso es que no hay becadas domésticas. No se producen en granja; afortunadamente. Hay en el mundo solo las que cría la madre naturaleza y ni una más.
Segundo, la becada es incierta. Incluso en la época de entrada, cuando uno se dirige a buscarlas puede tener un barrunto de que puedan haber entrado ya; sin embargo, nunca se puede estar seguro de ello. Ni de cuántas noches pernoctarán, si es que han venido. Son aves de paso. Influyen tanto las circunstancias climatológicas que el cazador se convierte en esas fechas en un adicto a la meteorología. Y no crean que se limita a los informativos de la tele a mediodía o a lo que desde su móvil le cuenta la AEMET sobre nuestra piel de toro. Se fija en el tiempo que está haciendo en la lejana Rusia, en las riberas del Báltico azul o en los verdes bosques noruegos. Porque cuando el hielo y la nieve les hagan la vida imposible en su taiga natal es cuando volverán su largo pico hacia el sur y volarán durante noches oscuras buscando un terruño adecuado para la invernada. Eso explica esa sonrisa de psicópata que se le pone al cazador cuando anuncian una ola de frío siberiana.
Tercero, la becada es escasa y difícil de cazar. Edu, de la Armería Roberto, excelente tirador, cuando le aseguré que alguna se quedaba por la Manchuela aunque él no las hubiera visto, me preguntó:
-Y… con un buen perro…, cuántas se pueden cazar un día que hayan entrado.
-El cupo está en tres -le contesté-, pero si logras la parejita ya puedes irte a celebrarlo.
-Ah, bueno. Entonces, que no cuenten conmigo. A mí me gusta pegar tiros.
Recapitulemos. La chocha es agreste, incierta, escasa y difícil de cazar. ¿Qué más puede pedirle a una presa un auténtico cazador?
La luna nueva tras Todos los Santos es la fecha crítica señalada en el calendario del bécassier. Este año, por si no lo han mirado todavía, es justo el día 15 y cae en domingo. La cita es inexcusable; pero ¿vendrá con la redecilla negra ocultándole el rostro la misteriosa dama del bosque en su carruaje? O nos dará plantón. Uno más. Y, si cuando sobrevuela a oscuras nuestro territorio de caza percibe con su sensible higrómetro que no ha llovido lo suficiente como para que las umbrías estén cubiertas de musgo, ¿se dignará a descender en nuestro coto? O pasará de largo, rumbo a los montes de Cádiz o a las Extremaduras. Nunca se sabe. Ella lo decidirá sobre la marcha, en el último momento. Según lo cansada que esté y el hambre que tenga. Por eso, quizá, no me ha chocado la afición al golf de las becadas sureñas.
-¿Y qué tiene que ver ese elegante deporte con estas enigmáticas pájaras?
-Las lombrices. Les encantan. Son la base de su dieta. Y si usted chequeara el césped de un campo de golf, se sorprendería de ver las que hay debajo.
-¡Hombre! No querrá usted que me líe a tiros entre los hoyos, los carritos y el personal con esos zapatos bicolores tan bien lustrados.
-No. Pero busque en el bosque de los alrededores. Lo mismo se lleva una agradable sorpresa.
Y si tu perro logra levantarla en el bosque. O mejor aún, si te la pone de muestra con una postura pétrea, sin apartar la vista de un punto que tus ojos, con la diferencia de perspectiva, son incapaces de precisar, prepárate para lo bueno, porque cuando por fin arranque la chocha, la película que vas a ver será una de las más breves que hayas contemplado nunca. Si te entretienes intentando apuntar, antes de que aprietes el gatillo la becada habrá desaparecido tras el tronco de un pino o la masa verde y espesa de una maraña. Luego, quedará en tu retina la impresión equívoca de un pez volador con una librea atigrada, capaz de girar el cuerpo en vuelo de un aletazo para zambullirse tras el obstáculo salvador de la espesura. Dispararás, sí, pero a la mata o al tronco, por rabia o por inercia. La becada habrá desaparecido y habrá que volver a empezar.
En buscar la pieza consiste la caza, ciertamente. Pero si fuera una perdiz sabría -más o menos- su querencia. Y, por tanto, por dónde trastear hasta que el perro diera de nuevo con su rastro. Pero si es un ave que ha venido de Siberia y no conoce el terreno, ¿dónde se le habrá ocurrido volver a parar? A partir de ese momento, la dificultad de la caza se incrementa exponencialmente. En un terreno conocido y con un perro que entienda, la memoria de lo ocurrido en ocasiones anteriores juega un papel importante. Nadie sabe por qué pero, donde un año ha habido una chocha, es bastante posible que vuelva a haberla el siguiente, aunque es extremadamente improbable que haya comunicación entre el espíritu de la difunta y la recién llegada. No obstante, hay un notorio porcentaje de coincidencias. Y, a falta de otra cosa, conviene empezar por ahí. Hay que recorrer lo que el conde del Rincón llamaba el mapa chochero y probar suerte.
Otras veces, el cazador no ha llegado a vislumbrar la pieza. Nota que su perra toca un rastro. Sabe que no hay perdices en esa zona. Quizá tampoco conejos, por lo menos no hay bocas visibles. Luego, puede ser liebre o becada. El rastro es rectilíneo, como si quien lo deja supiera perfectamente a dónde va. Y llegado a un punto desaparece. La perra da vueltas sobre el terreno con la nariz pegada al suelo hasta que, desconcertada, se para y te mira. Tú tampoco sabes a dónde ha ido a parar. Intuyes que, para cortar su rastro, esa becada acantonada (como llaman los franceses a las que han decidido quedarse a invernar en una zona) ha dado un vuelo -corto o largo- para salirse del aire. Quizá haya vuelto hacia su querencia inicial. O, por el contrario, a lo mejor está muerta de risa a la sombra de un chaparro a treinta metros -ladera arriba o abajo, pero fuera del alcance de la nariz de la perra- observando el desconcierto del can y su amo. No hay que desanimarse. Hay que seguir buscando. Y, si por fin, al pasar junto a una mataparda, la perra se queda hecha una estatua con la cabeza vuelta, prepárate cazador, porque por mucho que hayas esperado este momento, por mucho que creas haber previsto las posibles salidas del ave, cuando arranque te sorprenderá. Hay quien dice que, durante el tiempo que dura esa muestra que parece eterna, la chocha está calculando la distancia que la separa del obstáculo que va a interponer entre su cuerpecillo y la escopeta. Y puede que sea cierto.
La chocha debe ser consciente de que hace perder la cabeza con sus encantos al cazador maduro. Lo deja sin habla. Recuerdo un lance de una becada acantonada con mi perra Maya. Después de seguir una pista, perderla y retroceder, por fin, mientras yo pasaba a un lado de un matón y la perra a otro, me doy cuenta de que se ha quedado de piedra. Maya tenía la cara muy negra pero el costado izquierdo blanco y diviso su manchón de nieve al otro lado de la coscoja. Cuando llego a cinco metros me paro y encaro hacia el lugar por el que calculo que puede huir la becada. Durante un largo minuto nadie se mueve, ni la perra ni la sorda ni yo. Cuando por fin arranca la pájara lo hace recto hacia mi cara y me deja pasmado. Está preciosa y la veo venir hacia mí, muy clarita, con el pico inclinado y dispuesta a quitarme la gorra. No sé si estuve a punto de echarle un piropo de guapa que estaba o fue la estupefacción la que me hizo abrir la boca. Cuando casi me tocaba, giró sobre sí misma y voló justo en dirección opuesta. En el momento en que se tapaba, un plomo casual cortó su vuelo. Pero podía haber sido al revés. ¿Cómo no va a desear especialmente el cazador a una presa que le hace vivir emociones tan intensas?
Tres elogios a la becada
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