La siguiente historia me ha sido recordada hace unos días, por una conversación entre amigos, quejándose uno de ellos de la poca importancia que se le da a los perros en batidas y monterías, y de como algunos cazadores han abandonado el grupo por tener que pagar a los rehaleros los gastos que los perros tienen y los gastos de los perros muertos en el transcurso de la caza.
Muchos solo son conscientes de armarse bien y equiparse mejor, ropas y calzados que nos protejan y abriguen, 4X4 con los depósitos llenos que nos lleven hasta el cazadero, pertrechos que nos faciliten una caza más cómoda, armas, cartuchos, prismáticos y visores que casi nos la matan solos, comida y bebida que nos llenen la tripa y nos alegren el día con los amigos… todo ello, lo mejor que cada cual pueda permitirse, y a veces incluso más. Eso sin contar los asuntos legales que rodean nuestra actividad, seguros, permisos, revisiones de armas en la GC, puestas a punto y reparaciones en las armerías, visitas a ferias de caza que casi siempre salimos con algo que no necesitamos pero que nos hace ilusión. Además de gastos de cotos, sociedades, taxidermia y una larga lista de otras cosas, que las dejaré en un breve… etc.
Sí, nos gastamos un dineral en todo eso, y casi todo es necesario, si “casi” todo. Pero si hay algo que de verdad es IMPRESCINDIBLE SON LOS PERROS, LOS PERREROS, y su buen hacer en el campo.
Sin estos ya nos podemos dedicar a hacer recechos y esperas. Y sin embargo muchos escatiman e incluso no quieren colaborar en sus gastos.
Bien, todo esto me trajo a la memoria una historia sucedida en los 90 del pasado siglo. Esta historia, imagino, que se repite cada vez que llega la temporada de caza, pero esta fue particularmente incruenta, y lo que viví es lo que me motiva a escribirla y traerla al foro.
PERRERO
Llamemos Juan al protagonista de esta historia, este era perrero, así le gustaba a él que lo llamaran y por eso he titulado así esta historia. Juan había seguido la tradición familiar, ya que su padre y abuelo lo habían sido, y no sabía si alguno más también. Juan llevaba más de veinte años monteando y corriendo montes con sus perros, así que ya no era precisamente un chaval. Tenía siempre comprometidas todas las temporadas de un año para otro.
Sus dos rehalas eran su pasión, unos cincuenta perros, una la monteaba él y la otra su sobrino el cual derrochaba afición, la afición que no habían heredado ninguna de las dos hijas de Juan, que como él decía: son mujeres, Dios no ha querido darme hijos, pero me ha dado un sobrino al que quiero como a mis hijas, que tiene mi sangre y la de mis antepasados, este tiene casta. Y en verdad que el muchacho la tenía.
Esa mañana había ido con sus dos realas a una montería, la primera de la temporada, a la cual asistí por acompañar a un amigo, ya que me había lesionado el hombro y no podía encarar el arma. Como para esa montería se preveían muy buenos guarros, Juan había decidido ocupar uno de los puestos que le habían dado en pago por la participación de sus rehalas en la montería, y el otro puesto lo había vendido, tenía que sacar para los gastos de los perros, que varias veces me dijo que si no fuera por la afición, aquello no compensaba por los gastos que tenía y por los disgustos que se llevaba.
Si, Juan quería a sus perros, imagino que como todos los rehaleros, pero también quería a todos los perros que veía por las calles, campos o cualquier otro sitio, y como ejemplo:
Cierta vez que íbamos a probar un express para un amigo suyo, y al entrar por un carril que había antes de llegar a la finca en la que lo probaríamos, me grita… ¡¡para el coche, para el coche!!, por la forma de gritar pensaba que habíamos atropellado algo, o que le pasaba algo al coche.. o vete saber, pero sin duda y por sus voces algo muy grave pasaba.
Frené casi en seco el Terrano, y Juan salió disparado hacía un rebaño de cabras que yo había visto y que ignoré tras un vistazo por no significar ningún peligro por su lejanía. Juan a paso ligero, y yo tras él con la curiosidad comiéndome el tarro, llegó hasta uno de los perros que acompañaban al zagal, el perro parecía saber que aquel tío alto era amigo de los perros, y le movió el rabo, sin más, lo acarició y empezó a aflojarle el collar mientras le decía al chaval: ¿¿ no estás viendo que le llevas el collar “mu preto” ??, así el animal se puede ahogar, y más con estos calores. Se fue al otro perro que también le movió el rabo y también se lo aflojó, y de nuevo, y dirigiéndose al pastor: mira siempre que le quepa poco más de un dedo entre el collar y el cuello. Y después le suelta al zagal: oye chaval, si no los quieres me los llevo. Pero el muchacho le dijo que eran de su padre, así que nos fuimos a probar lo que resultó ser uno de los peores express que me tocó en suerte probar, y no fue porque no tiré balas, porque era tan malo agrupando, que tiré media caja porque me parecía imposible que hubiera salido así de fábrica.
Nos fuimos hacía el coche, pero Juan volvía la vista a los perros y decía: que pena de animales, en manos de quien no los sabe cuidar. Si, Juan se llevaba todos los perros que veía solos, la mayoría no le valían para la caza, pero se los llevaba y los cuidaba. Solo despreciaba a los dálmatas, me decía: no habrás visto un perro más inútil que ese, ni tiene vientos, ni oído, y nada de es “espabilao”, la gente los compra porque dicen que son bonitos, Paco, hay gustos que merecen palos.
Pero volvamos a la montería, todos a sus puestos después de desearnos suerte. Ese día, al estar Juan cazando en uno de sus puestos, su sobrino llevaba una rehala y un amigo suyo, también joven y con un par de años de experiencia, la otra. La cosa pintaba bien, tiros se oyeron a los pocos minutos de empezar y eso era lo previsto por cómo se sabía que estaba la finca de cargada de buenos y grandes guarros, ese día el resto de bichos estaban amnistiados, solo guarros.
El amigo al que yo acompañaba ya había hecho sangre, por lo que vimos sería bueno, aunque como ya sabemos, los kilos no son indicativo de buena boca. Y al rato otro más, este no tan grande como el anterior, pero no mucho más pequeño, luego resultó que más es menos, y el más pequeño dio mejor boca que el grande, y otro más, sin pena ni gloria fue al suelo de forma espectacular con un tiro de codillo impecable con el bicho a plena carrera.
Terminando la montería pasa un perrero y me grita de lejos: tu amigo Juan está “aviao”, entre dos guarros lo han dejado sin perros. Le digo a mi amigo que salgo pitando para el cortijo a ver qué ha pasado, porque con el hombro escoñao de poco le iba a servir allí. Y cogí trocha abajo que yo sabía que por allí se cortaba, y que no se podía ir con el coche por ella, en un rato llegué allí, y solo ví a gente con las manos en los bolsillos, la cabeza gacha y caras tristes mientras cuchicheaban entre ellos.
Algunos, al verme llegar y sabiendo de nuestra amistad, me miraron de reojo, me tropecé con el sobrino de Juan que casi ni me miró, era como si se sintiera culpable de todo aquello, me señaló la puerta de la casa y me dijo que dentro estaba Juan, así que entré y lo vi sentado de lado en una silla con un café sobre la mesa. Me impresionó ver a aquel hombre alto y espigado doblado sobre sí, con la cabeza apoyada en la mano cuyo brazo descansaba sobre su rodilla y su vieja gorra sujeta con la otra mano, la cual colgaba casi hasta el suelo.
Me acerqué temiendo hablarle, pero levantó la cabeza, se irguió, y me abrazó. En ese momento se me vino a la cabeza como Juan saltó del coche para aflojarle los collares a los perros del pastor, así que no quise ni pensar en cómo se sentía Juan en aquel momento.
Sus mudos sollozos casi no le dejaban hablar, era como si se le hubiera muerto su padre o algo parecido. Cuando pudo hablar, me dijo que le habían matado más de la mitad de los perros, por lo visto un guarro viejo se aculó y la rehala del perrero nuevo lo acometió, pero el muchacho tardó en llegar porque estaba liado con otro guarro que habían parado cuatro perros, y cuando lo hizo, el verraco le había desbaratado la rehala, su sobrino que andaba no muy lejos, al escuchar el jaleo fue al quite, y en ese rato los perros de este la tomaron con otro guarro, y el segundo verraco le hizo la otra “limpieza”, así que ahora solo tenía una rehala y escasa.
Me confesó que solo le dolía la muerte de sus perros, y después el no poder cumplir con los compromisos que había contraído con los otros orgánicos que contaban con sus dos rehalas para montear, lo demás le daba igual porque bien sabía Dios que él no estaba allí por dinero, solo por su afición por los perros y la caza lo mantenían allí. Hablamos un rato, pero era inútil, Juan a lo largo de los años había perdido muchos y muy buenos perros, pero nunca se acostumbró a ello, y como me dijo una vez, los lloró a casi todos, pero siempre en privado. Pero esta vez la escabechina había sido brutal, eran muchos perros y con muchos de ellos había compartido muchos momentos, buenos y malos, ahora solo estarían en sus recuerdos.
Los otros perreros se reunieron y después de hablar, le regalaron allí mismo algunos perros, pero aún le faltaban muchos para completar las dos rehalas. Los monteros, después de almorzar se fueron a casa, sin más, y Juan se quedó sin sus perros y con su problema.
Pasados unos días nos vimos, y le pregunté que como podría recomponer las rehalas, y me dijo que tenía un par de perras preñadas y unos cuantos cachorros que no los podría sacar al monte hasta el año próximo. El problema era esa temporada, y no podía comprar buenos perros ya hechos por que a principio de temporada nadie quiere soltar buenos perros, y si lo hace los cobra más caros.
Y poco después hicimos un apaño con un perrero que por motivos de salud tenía una rehala decente, y que no podía mantenerlos, y que no sabía cuando podría volver a montearlos, así que Juan pidió un préstamo al banco con un aval y compró aquella rehala.
El que lo avaló, fue muchas veces a los puestos que Juan recibía en pago por sus rehalas pagándo la mitad de su valor y otras veces pagando menos en puestos de gente que a última hora no podía asistir y en las que Juan tenía mano, y otras muchas de invitado, tanto a puestos como a buenas retrancas.
Sin los juanes y sus perros, no hay monterías, ni batidas ni pichivatas. Aunque creo que nunca llegaremos a ser conscientes de ello. Bueno, os dejo que tengo que ir sin falta a ver el nuevo rifle, si, el nuevo modelo de este año, que el mío ya tiene dos temporadas y no me cojo con él... etc, etc.
Felices Pascuas a todos.