PRESENTE Y FUTURO DE LA CAZA
En peligro de extinción
«La sociedad nos identifica con sangre y muerte, no quiere ver nuestro lado conservacionista», se duelen en un colectivo que aún agrupa a 800.000 cazadores Hay una especie en el paisaje español que, si no está en peligro de extinción, sobrevive en franco retroceso. Es el cazador. Desde los años noventa, cuando más de 1.300.000 aficionados recorrían cada domingo trochas y jarales escopeta en ristre, su número viene reduciéndose a un ritmo sostenido de unos 30.000 al año. Hoy no superan los 800.000, la mayoría peina canas y luchan contra la indiferencia de sus hijos y la incomprensión de una sociedad urbanita que «confunde lo cruento con lo cruel», en palabras de José Luis Garrido, director general de la fundación de la Real Federación Española de Caza. Su diagnóstico es demoledor: no hay relevo generacional. «Los jóvenes tienen hoy otro sistema de diversión y se acuestan cuando nosotros nos levantamos para ir al campo», lamenta.
Cuando Markel Landa nació, su padre, José Antonio, le miró y sentenció: «Tiene cara de cazador». Como él. Como su propio padre, gran aficionado. Como su abuelo, que «salía al monte con un cartucho y volvía con una liebre». A los 8 años, Markel ya le acompañaba a los cotos cargando una escopeta de plástico. Ahora tiene 17 y la pasada semana se cobró en Guadalajara su primera perdiz. «Fue el mejor regalo», comenta el joven.
Padre e hijo caminan por el campo embarrado escopeta al brazo -Markel carga la primera que tuvo José Antonio, a los quince años- mientras 'Teddy' y 'Kiko', sus dos spaniel bretón, van y vienen excitados. «Cazar juntos es muy gratificante -reconoce José Antonio-, es otra forma de llevar la relación de un padre con su hijo. Salir al monte juntos une mucho. Lo que no es capaz de hacer la convivencia a lo largo de la semana lo hace una jornada de caza».
El hijo asiente, serio, cuando el padre describe la felicidad de llegar derrengado tras darse una paliza de 20 o 30 kilómetros «sin haber pegado un tiro, pero supercontento de ver cómo trabaja el perro, cómo las perdices te torean entre las viñas...». «La caza no es sólo matar», sentencia Markel, que ya ha tenido que escuchar cómo algún conocido le tilda de «asesino».
Los cazadores han acuñado una expresión para referirse a esa postura, entre sensible e hipócrita, con que el medio urbano reniega de ellos: el 'efecto Bambi'. «La gente sólo ve en la caza sangre y muerte, porque es lo impactante», critica el joven cazador guipuzcoano Mikel Barrios. «Hace poco llevé a la novia dos conejos que acababa de matar. Estaba con las amigas, y cuando los vieron empezaron: '¡Pobres animales, qué pena...!'. ¡Pena sí, pero bien que se los comieron! Creen que salimos al monte a darnos el placer de matar, pero hay algo más detrás. Amamos la naturaleza y la caza nos acerca a comprender el mundo natural, a conocer las especies, a fomentar la amistad entre personas con intereses comunes».
Mikel es miembro de Gazteak, la rama juvenil de la asociación de cazadores Adecap. «Nuestra actividad no se limita a salir al monte con la escopeta en temporada a pegar cuatro tiros y volver a casa con dos pájaros en el morral. Nos juntamos a recoger los cartuchos que dejan los malos cazadores, quedamos una vez al mes para potenciar una labor de fondo... Y nos está yendo bien, muchos jóvenes se animan». Admite, sin embargo, que el descenso de cazadores «es patente» en su generación. «La gente se está distanciando del medio rural, de la naturaleza. Los chavales no quieren subir al monte a pasar frío, prefieren quedarse en casa o salir de fiesta».
Un asunto incómodo Luis Fernando Villanueva, ingeniero agrónomo, preside la Asociación de Productores de Caza (Aproca), que gestiona más de 2.200 cotos en siete comunidades autónomas. «Cuando tenía 12 años acompañaba a mi padre a cazar; para un chaval no había otra cosa que hacer. Hoy día las nuevas tecnologías han irrumpido de forma brutal en el tiempo de ocio de los niños y no quieren hacer nada más».
Facilitar el relevo generacional es tarea de los padres, reflexiona, pero también de las administraciones: «Podrían flexibilizar algunas normas relativas a las edades. Por ejemplo, habilitar una serie de calibres, como el 22, con el que hemos aprendido todos. Para atraer a jóvenes que no hayan vivido la caza desde la niñez, los políticos deberían empezar por ver la caza no como un asunto incómodo sino por los recursos que aporta al medio rural. Pero son más sensibles a la presión de los grupos conservacionistas».
Hace días salió a la luz la muerte de varias águilas imperiales en Ciudad Real. Los conservacionistas arremetieron contra los cazadores y pidieron el cese inmediato de la actividad cinegética. «No les importó que hubieran muerto envenenadas por alguien que no tenía relación con la caza, ni que la mayor población mundial de águilas imperiales esté en cuarenta kilómetros cuadrados de aprovechamiento cinegético», se duele Villanueva. «Es cierto que hay un repunte importante del uso del veneno en el sector ganadero de Castilla-La Mancha. Pero la razón hay que buscarla en que se ha disparado el número de zorros desde que el control de predadores fue limitado de todo el año a tres meses. Un cazador puede soportar que los raposos maten docenas o incluso cientos de conejos en su coto, pero cuando a un campesino le quitan su pan, tira por la calle de en medio».
Tampoco ha ayudado a reverdecer la afición el creciente impacto de la caza en el bolsillo. Al margen del precio de escopeta, cartuchería, licencia, perros y desplazamientos, inscribirse en un coto puede costar 1.200 euros -o mucho más; hay ojeos que salen por auténticas millonadas-, lo que da derecho a abatir codornices, becadas y, en función de su densidad, perdices un puñado de días distribuidos a lo largo de la temporada... «aunque si hay pocas aves ese año o se suspende la caza por nieve o frío, te quedas en casa», puntualiza Landa. La crisis ha llevado a muchos cazadores a no renovar su licencia a la espera de tiempos mejores. «Pero es algo temporal; un cazador, aunque no pueda cazar, es siempre un cazador», sentencia Israel Hernández, director de 'Jara y sedal', la revista más prestigiosa del sector.
«Tengo 69 años, hace 55 ya iba a cazar con mi padre a Castilla y León», recuerda Juan Antonio Sarasketa, presidente de Adecap. «En aquella época llegabas a los pueblos y te recibían casi como al salvador patrio. Los cazadores llevaban la luz, el agua, el asfaltado, el alcantarillado, pagaban el arreglo del tejado de la iglesia... También colocaron a miles de jóvenes de estos pueblos castellanos en las empresas vascas. Con el tiempo, el campo se deshumanizó: se labra en los ribazos donde antes anidaban las perdices, se retira la paja, se emplean productos químicos que diezman la caza... Hoy, muchos de estos pueblos exigen cantidades leoninas por cazar lo que no hay; y, claro, los aficionados se aburren y dejan de pagar».
Predadores necesarios Desde la asociación guipuzcoana de jóvenes cazadores, Barrios se esfuerza por abrir camino a los chavales, darles consejos, echarles una mano en los trámites burocráticos y mostrarles la realidad de una actividad muchas veces distorsionada por los medios de comunicación y por la misma sociedad. «No la conocen porque no la han vivido. Cuando se habla de caza es para referirse a muerte y furtivismo, no se muestra su lado conservacionista: la proliferación de corzos y jabalíes provoca accidentes, los conejos están dañando la agricultura en muchos pueblos de Navarra...».
En los últimos diez años, los cazadores han matado a millón y medio de jabalíes y 50 millones de conejos en la Península. José Luis Garrido defiende que si no existieran habría que inventarlos, crear «un cuerpo específico» para controlar la fauna silvestre y atenuar los daños a la agricultura u otras actividades humanas de estos animales. «Hasta los conservacionistas saben que la caza es imprescindible», añade Villanueva. «Está demostrado que los espacios naturales mejor conservados de España son aquellos donde se hace gestión cinegética. ¿Qué pasaría si se prohibiera la caza?», se pregunta el ingeniero agrónomo. «En Doñana, probablemente, nada. Pero donde no hay predadores naturales, como el lobo, o artificiales, como el hombre, que ejerzan una presión sobre la fauna mayor y regulen sus poblaciones, la expansión de los jabalíes llega a los mismos centros urbanos, como ha pasado en Barcelona. De hecho, en los parques nacionales, donde está prohibido cazar, el Ministerio ha tenido que inventar el 'control poblacional' para que los guardas puedan mantener estabilizada su densidad».
España es, tras Francia, el país europeo que más número de cazadores concentra. Según algunos estudios, la caza genera en nuestro país más volumen de negocio que sectores como el vitivinícola y crea por temporada, de octubre a diciembre, hasta 100.000 empleos directos e indirectos. «Está por hacer un gran estudio de su impacto económico, pero es evidente que es una de las tablas de salvación del medio rural, un complemento de ingresos imprescindible en muchas comarcas», dice el ingeniero Villanueva. «No sólo por los derivados del coto, sino por el entramado de actividades paralelas: gastronomía, guardería, permisos de caza, cárnicas...».
El famoso naturalista Joaquín Araujo, en su libro 'España, herida de muerte', admite que la caza es la actividad que menos incide en la naturaleza. «En un medio que está totalmente roto por la deforestación, la roturación de tierras, la urbanización, el cazador es el único gestor que dice 'aquí cojo, aquí dejo' en función de la regresión o sobreabundancia de una especie en determinada zona», plantea Sarasketa. «En cada coto se hace un plan de gestión a cargo de un biólogo o un ingeniero agrónomo, para que se cace únicamente lo que sobra, el excedente. Eso es sagrado para el cazador».
En los últimos años, la gestión de los cotos se ha profesionalizado enormemente. «Antes se cazaba lo que el coto dejaba, ahora los ingenieros hacemos planes técnicos buscando la sostenibilidad», explica Villanueva. «Hay mayor control por parte de las administraciones, pero el primer interesado es el propietario del coto, porque dos temporadas de mala gestión pueden hipotecar su futuro durante quince años o más. Hay cotos donde la perdiz roja se deja de cazar el 31 de diciembre, aunque la ley permita hacerlo hasta el 8 de febrero, para que el año siguiente haya una buena cría».
«Antes para cazar no hacía falta más que descolgar la escopeta y salir al campo», coincide Israel Hernández. «Ahora se cuidan más otros aspectos: hay una preocupación por la gestión, por buscar la sostenibilidad, limitar su impacto en la naturaleza». «No soy pesimista», concluye el director de 'Jara y sedal'. «Por mucho que descienda el número de cazadores, la caza no va a desaparecer nunca. Porque es tan antigua como el hombre y la lleva en su ser».
FUENTE:
[Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]FECHA: 04.03.12
AUTOR: PASCUAL PEREA | SAN SEBASTIÁN.
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